Margot Robbie: cuando la desnudez se convirtió en eternidad cinematográfica
Hay desnudos que son fugaces y hay desnudos que son destino. El de Margot Robbie en El lobo de Wall Street no fue un recurso narrativo más ni un gesto de provocación gratuita: fue la epifanía con la que una joven actriz australiana, entonces casi anónima, se ofreció como carne de leyenda al gran altar de Hollywood.

Hasta ese instante, Robbie era apenas un rostro atractivo emergiendo de producciones menores, un nombre sin peso todavía en el imaginario colectivo. Pero la escena en la que aparece por completo desnuda —sin velos, sin pudor, como si la cámara fuese un espejo ceremonial— no solo mostró la totalidad de su anatomía, sino también la totalidad de su ambición. Era un gesto de arrojo, un pacto con el mito. Scorsese, maestro de la mirada, supo encuadrar ese cuerpo como si fuese un trofeo de poder y a la vez un arma de dominio femenino: Naomi, el personaje, sometía al “lobo” no con la fragilidad, sino con la fulgurante certeza de su belleza absoluta.

Ese desnudo integral funcionó como el pasaje iniciático de Robbie hacia el estrellato. No fue la desnudez banal de tantas actrices que se pierden en la desmemoria del erotismo cinematográfico, sino una declaración de guerra: aquí estoy, vedme toda, recordadme siempre. El público no vio solo una piel luminosa, vio nacer una diva.

Desde entonces, Margot Robbie se convirtió en una fuerza imparable: musa de la locura desbordada en Escuadrón suicida, sofisticada conspiradora en Yo, Tonya, ícono del artificio pop en Barbie. Y sin embargo, todo ese presente dorado tiene una raíz en aquel primer golpe de osadía, en esa ofrenda carnal que fijó en la retina del mundo su silueta desnuda.

El cine, que es memoria visual, sabe que hay instantes donde la piel es más que piel: es destino, es manifiesto. Y Margot Robbie, con un gesto tan arriesgado como sublime, transformó la desnudez en su pasaporte hacia la eternidad fílmica.
