Miami Blues: seducción rota en los últimos destellos de la era ochentera
Miami Blues es una criatura fílmica que camina sobre una cuerda floja tendida entre géneros incompatibles: comedia negra, cine criminal, romance improbable, sátira nihilista. Desde la distancia, su piel parece perfecta: luz de neón tropical, palmeras que exhalan vapor nocturno, un reparto magnético y una cámara que acaricia los contornos de Miami con voluptuosidad carnal. Sin embargo, bajo esa superficie luminosa, late una película que jamás termina de saber quién es. Más que un acto creativo, parece una pulsión estética sin un alma que la sostenga.

El espejismo del elenco perfecto
El film se apoya en un trío electrizante. Alec Baldwin, joven, hermoso y radiante en esa etapa de gloria física donde cada gesto era una amenaza o una seducción; Jennifer Jason Leigh, delicada y desconcertante, con esa pureza sin filtrar que siempre parece al borde de fracturarse; y Fred Ward, figura de culto, duro, cansado, casi contemplativo.
Cada uno aporta una pieza distinta del tono emocional: la chispa psicótica, la inocencia abrazada a la mentira y el cinismo resignado. Es un reparto que merecía una tragedia peligrosa o una farsa abrasiva. En su lugar, la historia apenas les permite revelar destellos, atrapándolos en arquetipos que insinúan profundidad sin permitirse descender del todo hacia ella.

Entre la densidad moral y el chiste macabro
Desde su primera escena —violencia brusca envuelta en una calma casi absurda— la película marca su territorio: lo grotesco convive con lo íntimo, lo sangriento con lo risible. Pero ese equilibrio nunca se afianza. Cada paso hacia el drama se ve interrumpido por una torpeza humorística; cada guiño satírico se diluye en una trama que desea ser más seria de lo que puede sostener.
Lo cómico aquí no brota de la sofisticación, sino de la arbitrariedad: robos improvisados, identidades suplantadas con ingenuidad criminal, violencia sin catarsis. El film quiere ser irreverente, pero no logra la inteligencia quirúrgica de la sátira negra ni la exuberancia operística del noir posmoderno.
Más que transgresora, Miami Blues parece titubear, como si temiera tomar partido.

Estética vs. sustancia
El mayor goce nace de su envoltorio: un Miami estilizado hasta el fetichismo, noches fluorescentes, luz solar filtrada con humedad tórrida, colores que saben a crema solar, sudor y pecado suburbano. Es el Miami que heredó los excesos de la década, un último suspiro de videoclip criminal antes de que los noventa se hicieran más ásperos, irónicos y desencantados.
Pero esa estética tan afilada no dialoga con lo que la película intenta contar. El tono visual sugiere un relato intenso, febril, sexy, incluso mítico; la trama entrega algo más pequeño, más casual, más deshilachado. Miami Blues juega a convertirse en obra de autor, pero su espíritu parece domesticado, incapaz de reivindicar una personalidad propia. Es un cuerpo hermoso con el alma apagada, un manuscrito prometedor que nadie se atrevió a corregir.

Sombras de lo que pudo ser
Los personajes se deslizan por la pantalla como versiones diluidas de arquetipos más grandes: el criminal carismático, la inocente que anhela hogar, el agente cansado de perseguir espectros. Es inevitable pensar en otras parejas fugitivas del cine americano, esas almas abrasadas por el deseo y la violencia; aquí, sin embargo, el romance no es mito incendiado, sino una convivencia doméstica casi tierna, como si el cine hubiera olvidado que unas historias están hechas para arder.
A la película le falta peligro, destino trágico, pulsión irracional. Donde debería haber poesía roja, hay comedia gris.
Elegía para un cine que se creía invencible
Miami Blues termina convertida en ejemplo de que no toda la estética gloriosa de los ochenta garantizaba sentido ni trascendencia. Es hija de una década que produjo obras maestras, sí, pero también experimentos fallidos, piezas hermosas que se tambaleaban en la frontera entre lo comercial y lo autoral sin saber qué sacrificar.
Y ahí reside su fascinación: no es un fracaso vulgar, sino uno elegante. Una película con demasiada belleza para ser desechada y demasiado vacío para ser recordada como obra mayor. Una pieza disonante en la historia del cine de crime-thrill Miami, como un reflejo roto en un escaparate de neón.
Un film nacido para seducir… pero incapaz de poseer.



