Micromanía vuelve: cartografía sentimental de un país llamado videojuego
Hubo una España que cabía en una revista desplegada sobre la mesa del salón, que olía a tinta fresca y a promesa de fin de semana. Micromanía no fue solo una publicación: fue un territorio. Un país de ilusiones al que se accedía con monedas justas, los dedos manchados de grapa y una paciencia infinita para leer, releer y memorizar cada página como quien aprende geografía sagrada. Que hoy anuncie su regreso no es una simple noticia editorial; es la reaparición de un recuerdo colectivo que creíamos enterrado bajo capas de píxeles y pantallas sin peso.
Hace dos años asistimos a su cierre como se asiste a la demolición de un cine de barrio: con resignación, pero también con la certeza íntima de que algo irrepetible se perdía. Hoy, gracias al empeño de José Luis Sanz —artífice también de la resurrección de Microhobby— Micromanía regresa, esta vez dedicada al universo retro. No como una copia de sí misma, sino como una evocación consciente, respetuosa con el tiempo y con aquellos lectores que aprendieron a soñar en sus páginas.

Para muchos españoles, Micromanía fue el primer contacto con un videojuego entendido como cultura. Sus páginas estaban llenas de color, de capturas vibrantes, de ilustraciones que parecían ventanas a otros mundos. Su tamaño, casi desmesurado, convertía cada número en un objeto ritual: había que abrirlo con cuidado, desplegarlo por completo, dejar que ocupara espacio físico, como si reclamara su derecho a existir. La textura del papel, ese tacto inconfundible entre rugoso y satinado, formaba parte de la experiencia tanto como los textos o las imágenes.
Aquella Micromanía no informaba: educaba el deseo. Nos enseñó que el videojuego podía tener humor, aventura, melancolía y épica. Que Monkey Island no era solo un juego, sino un tono vital. Que Larry era una transgresión traviesa. Que el PC, el Amiga o el Atari ST representaban una puerta hacia algo más complejo, más adulto, más narrativo. No era solo tecnología: era lenguaje en construcción.

El nuevo enfoque del relanzamiento —centrado en los 16 bits— no es casual. Es ahí donde el videojuego comenzó a dejar atrás la infancia para entrar en una suerte de adolescencia creativa. Mientras Microhobby custodiará con justicia el legado de los 8 bits, Micromanía asumirá ese otro tramo del camino, el de los mundos más amplios, las historias más largas y la imaginación menos contenida.
El mockup presentado, aunque provisional, ya apunta a una decisión cargada de simbolismo: recuperar el formato sábana. Un gesto que no apela solo al diseño, sino a la memoria corporal del lector. Ese acto de extender la revista como un mapa, como una invitación a perderse. En una era dominada por lo inmediato y lo desechable, optar por el exceso de papel es reivindicar la pausa, la contemplación y el cariño por el objeto.
Micromanía regresa, sí, pero lo que vuelve con ella es algo más frágil y precioso: la sensación de que hubo un tiempo en el que el videojuego era un país por descubrir, sin cartografías previas, donde cada página era una frontera nueva. Un país hecho de píxeles grandes, colores imposibles y sueños tecnológicos. Un país noble, ingenuo y audaz. Un país que hoy, por fin, vuelve a abrir sus puertas.



