Netflix y el apagón cultural: cómo la avalancha de contenido basura ha devorado al cine

En un país que alguna vez celebró la luz temblorosa de la pantalla grande como si fuera un altar laico, hoy domina un resplandor plano, tibio, sin alma: el de Netflix. La plataforma, orgullosa de haber alcanzado 10,2 millones de espectadores activos mensuales en España dentro de su plan con anuncios, presenta la cifra como un logro. Lo es, aunque no para la cultura, ni para el cine, ni para la memoria emocional de quienes crecieron entendiendo que una película es un territorio sagrado donde la mirada humana se afina, no un vertedero infinito de episodios intercambiables.

Netflix introduce una nueva métrica, los llamados espectadores activos mensuales, una fórmula que suma a todo aquel que haya soportado al menos un minuto de publicidad y lo multiplica por el número de habitantes del hogar. El resultado es un número gigantesco que suena a grandeza industrial, a mercado consolidado, a músculo económico, pero que en realidad revela algo más inquietante: la normalización del consumo pasivo, casi distraído, de un tipo de contenido que no aspira a ser cine, sino simple ocupación mental, anestesia narrativa para un público cada vez más desculturizado.

La plataforma presume de 190 millones de espectadores activos en todo el mundo, como si esa cifra definiera algún tipo de victoria. Lo que realmente evidencia es la conquista total del hábito, esa dominación silenciosa que convierte el ocio en una rutina de fondo, sin memoria, sin riesgo, sin poesía. Netflix no quiere espectadores, quiere usuarios, cuerpos inmóviles ante una cinta transportadora que nunca se detiene. Donde antes había autores, ahora hay “temporadas”; donde antes existía el pulso de la creación, ahora se impone el algoritmo, ese dios mecánico que dicta qué se debe producir para mantener al público satisfecho, dócil, entretenido.

En España, los espectadores del plan con anuncios consumen 46 horas mensuales de este caudal imparable. No 46 horas de cine. No 46 horas de obras que pongan a prueba la sensibilidad. Son 46 horas de contenido sin textura, sin rugosidad, sin ese temblor que solo el arte verdadero sabe provocar. A cambio, Netflix les exige apenas cuatro o cinco minutos de publicidad por hora, un precio tan bajo como simbólico, casi un pacto faústico disfrazado de ganga.

La mitad de las nuevas suscripciones ya pertenecen a este plan con anuncios. Los planes sin publicidad se mantienen, pero con precios crecientes, como si la contemplación sin interrupciones fuese un lujo extravagante y no la condición mínima para una experiencia cinematográfica digna. Netflix consolida así un modelo híbrido donde lo único realmente estable es la producción masiva de contenido que opera como comida rápida emocional: abundante, barata, adictiva y sin nutrientes.

El cine muere un poco más cada vez que confundimos cantidad con valor, ruido con historia, algoritmo con autoría. El público se acostumbra a lo fácil, a lo inmediato, a lo desechable, igual que quien pierde poco a poco el paladar entre ultraprocesados. El cine, ese territorio donde la luz respiraba y las sombras hablaban, se ve arrinconado por un imperio audiovisual que celebra sus cifras mientras vacía de sentido las imágenes.

Netflix no ha acabado con el cine porque sea poderosa. Lo ha hecho porque ha convertido el acto de ver en un gesto automático, en una coreografía sin alma donde todo dura lo necesario para que el siguiente episodio empiece solo. Ha logrado que el espectador deje de buscar el arte y se conforme con el contenido. Esa palabra hueca que es, quizá, el mayor síntoma de nuestra decadencia cultural.

Si alguna esperanza queda, reside en quienes aún recuerdan la emoción primitiva de entrar en una sala oscura, en quienes resisten la seducción fácil de la pantalla infinita y reclaman obras que los desafíen, no que los adormezcan. El futuro del cine no depende del algoritmo. Depende de que alguien, frente a esta avalancha de contenido-basura, siga eligiendo una película como quien elige un poema, una ventana, una verdad.

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