Reflejo de un deseo: el desnudo frente al espejo de Julie Christie en Darling
En el corazón reluciente y cruel del Londres de los sesenta, donde las luces de neón acarician los rostros de los bellos y los desposeídos por igual, Darling (1965) se erige como un fresco elegante y desencantado de una mujer atrapada entre su propia imagen y su desesperada necesidad de amar y ser amada. Y hay un instante, brevísimo pero eterno, donde todo el filme —con su ironía mod, su blancura clínica y sus cortes quirúrgicos— se detiene para contemplar a Julie Christie, desnuda frente a un espejo, en el interior íntimo de su personaje: Diana Scott.
Ese plano, al que pocos osan referirse sin bajar la voz o elevar el pulso, no es una simple concesión al voyeurismo ni un capricho de la cámara de John Schlesinger. Es un acto de confesión. Una epifanía carnal. Una súplica muda de una mujer que se observa a sí misma no como cuerpo, sino como signo. Julie Christie —de rostro tornasolado, de mirada nebulosa como la nostalgia— se desnuda ante el espejo, y también ante nosotros, como si dijera: “Esto es lo que queda cuando cae la máscara, cuando el mundo se calla, cuando sólo quedo yo… y mi reflejo”.

La belleza como trampa de oro
La escena no busca glorificar la carne, sino preguntarse qué significa habitarla. En esa habitación sin ornamento, donde el espejo parece más un oráculo que un objeto decorativo, Julie Christie no está mostrándose: está buscándose. Sus gestos, que bordean la delicadeza de una bailarina y la tristeza de una mujer en duermevela, esculpen un ritual privado, casi sagrado, que transforma el cuerpo en metáfora. No hay erotismo complaciente, sino una melancolía líquida, sensual, sí, pero herida.
Ella se contempla como se contempla una estatua: con la duda de si hay vida dentro del mármol. Y nosotros, en nuestra butaca oscura, somos como esos amantes que la película insinúa y olvida, fascinados por el destello de la superficie pero incapaces de alcanzar el temblor que yace bajo la piel.
Cine como espejo, espejo como celda
El espejo es el gran cómplice del cine. Ambos reproducen la imagen y ambos, paradójicamente, la deforman. Diana se ve, pero no se reconoce. Julie Christie, en su interpretación diamantina, sabe que ese momento de desnudez no es un acto de provocación, sino una implosión. La cámara no se regodea, sino que respeta. Es un ojo que escucha. La desnudez, así, no es exposición sino testimonio: un relato mudo de fragilidad, ambición y desencanto.

Y al ver esa escena —tan breve, tan infinita— uno comprende que el verdadero desnudo no es el del cuerpo, sino el del alma que tiembla al saberse prisionera de su propia leyenda.
Julie, diosa de un cine que ya no se filma
Hay algo en el cuerpo de Christie que nos habla del siglo XX como ninguna otra actriz pudo hacerlo. No por la forma —aunque su belleza sea celestial— sino por la sensación de que su piel guarda todas las derrotas de una generación que creyó que el amor y la fama podían salvarla. Su desnudo en Darling no es un instante provocador, sino un exvoto: el abandono de lo íntimo a la mirada ajena con la esperanza de que, al ser vista, tal vez alguien la entienda.
Como una Venus triste en un templo moderno, su figura queda grabada no en la retina, sino en la memoria sensorial del espectador. No recordamos la escena por lo que muestra, sino por lo que sugiere: que toda mujer que se enfrenta al espejo está, en cierto modo, peleando con los dioses por el derecho a ser más que su reflejo.

Epílogo: la herida visible del deseo
El cine rara vez ha sido tan honesto con la imagen femenina como en ese instante. Darling quiso hablar de la fama, del glamour y de la superficialidad. Pero en ese desnudo poético, casi litúrgico, se le escapa algo más profundo: el retrato del deseo como herida, del cuerpo como trampa, del espejo como juez. Y Julie Christie, con esa mezcla de pureza y perdición, nos ofrece no su carne, sino su alma… reflejada.