Si la corrupción de unos condena a todos: una reflexión sobre Iglesia, política y coherencia moral

En las sobremesas encendidas, cuando alguien propone “abolir la Iglesia” porque ciertos curas han caído en la corrupción o el abuso, suele olvidarse una pregunta incómoda: si aceptamos esa lógica, ¿por qué no aplicar el mismo juicio a la política, donde los escándalos brotan como hongos en otoño, o a los maestros cuando alguno traiciona su vocación, o a los banqueros que despluman ahorros, o incluso a los médicos que traicionan su juramento hipocrático?

La comparación no pretende excusar pecados ni suavizar responsabilidades. Más bien revela una tensión ética: castigamos instituciones enteras por las sombras de algunos de sus miembros, pero rara vez llevamos ese impulso hasta las últimas consecuencias. Si la política está salpicada de fraudes, mentiras y clientelismo, ¿deberíamos abolir los parlamentos, los ayuntamientos, los ministerios? Si un maestro se muestra negligente, ¿deberíamos cerrar las escuelas? Y si un banquero roba o un médico incurre en malas prácticas, ¿deberíamos eliminar el sistema financiero o la medicina? Nadie en su sano juicio lo propondría, porque entendemos que estas estructuras son esenciales para sostener nuestra vida en común.

0fdc2c1a-458e-471f-9302-59fad1988e78-fotor-2025091721813-1024x683 Si la corrupción de unos condena a todos: una reflexión sobre Iglesia, política y coherencia moral

Ambas esferas —religiosa y política— han moldeado el mundo durante siglos. La política ha construido sociedades, garantizado derechos y, sí, cometido atrocidades. La Iglesia, con todos sus claroscuros, ha preservado arte, cultura, alfabetización, ética, amor y esperanza para millones. Negar su complejidad es tan ingenuo como pensar que el poder, por naturaleza, permanece inmaculado.

La abolición es un gesto absoluto, propio del cansancio y la indignación. Pero el progreso se ha forjado casi siempre desde la reforma y la vigilancia crítica, no desde la destrucción impulsiva. Abolir la Iglesia no erradicaría la espiritualidad ni las preguntas metafísicas; abolir la política no eliminaría la necesidad de organizar la vida en común. Lo que necesitamos es depurar responsabilidades, fortalecer mecanismos de transparencia y cultivar una ciudadanía vigilante y madura.

Tal vez el problema no sea solo el cura, el político, el maestro, el banquero o el médico corrupto, sino nuestra tendencia a simplificar lo complejo. Abolir es fácil; reformar, incomodar, exigir y participar es lo que requiere verdadero coraje. Porque mientras las instituciones son imperfectas, el abandono crítico solo garantiza que sus peores defectos se perpetúen en silencio.

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