System 22: cuando los polígonos aprendieron a desfilar

Hubo un tiempo —no tan lejano y, sin embargo, irremediablemente perdido— en el que los polígonos eran planos, orgullosamente planos. Aristas duras, colores puros, superficies sin intención de engaño. Un tiempo en el que sabíamos perfectamente que aquello no pretendía ser real… y aun así nos parecía milagroso. Hasta que llegó System 22 y algo se rompió para siempre. O quizá algo maduró.

La placa arcade de Namco no fue solo una evolución técnica. Fue un punto de no retorno. El instante exacto en el que el videojuego tridimensional dejó de parecer un esquema geométrico en movimiento y comenzó a insinuar volumen, materialidad, peso. System 22 fue el crepúsculo definitivo de los polígonos planos y, al mismo tiempo, el amanecer de una ilusión nueva: la de un mundo que empezaba a sentirse tangible.

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El salto invisible

Quien no estuvo allí tal vez no lo entienda. No fue un cambio estridente, no hubo fuegos artificiales ni titulares grandilocuentes. Simplemente, un día te sentaste ante Ridge Racer, Time Crisis o Tekken 2… y algo era distinto. Las superficies ya no eran meros colores estirados. Había sombreado. Había curvatura. Había una tímida pero revolucionaria sugerencia de profundidad.

Los coches ya no parecían juguetes rígidos: se deslizaban con una inercia que casi podías sentir en las manos sudorosas del volante. Los personajes ya no eran muñecos articulados: sus rostros tenían pliegues, sus cuerpos ocupaban espacio. Por primera vez, el cerebro dejaba de leer aquello como “figuras” y comenzaba a aceptarlo como “presencias”.

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Era el inicio de una imagen casi háptica, aunque entonces no supiéramos ponerle nombre.

La recreativa como templo

System 22 no vivía en casa. Vivía en la penumbra sagrada de los salones recreativos. Pantallas grandes, sonido atronador, cabinas que vibraban. El olor a electricidad, a plástico caliente, a monedas gastadas. Todo contribuía a la sensación de estar ante algo serio, adulto, definitivo.

Aquellas máquinas imponían respeto. No solo por lo que mostraban, sino por lo que sugerían: un futuro que avanzaba demasiado deprisa. Mientras nuestras consolas domésticas aún luchaban por simular profundidad, Namco enseñaba músculo tecnológico y convertía el acto de jugar en una experiencia casi física.

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Introducir una moneda era aceptar una promesa: durante unos minutos ibas a tocar el mañana.

Adiós a la inocencia geométrica

Con System 22 murió algo hermoso. La abstracción encantadora de los primeros polígonos, esa etapa en la que el jugador completaba mentalmente lo que la máquina no podía mostrar. Los gráficos ya no necesitaban tanto la imaginación: empezaban a hacerlo solos.

Fue el final de una inocencia visual y el comienzo de una ambición nueva. Desde entonces, el videojuego nunca dejó de perseguir el realismo, el volumen, la textura, la ilusión de mundo. A veces con resultados deslumbrantes. A veces perdiendo, por el camino, cierta pureza.

Pero aquel tránsito fue necesario. System 22 nos enseñó que el 3D podía ser algo más que vértices visibles; podía ser atmósfera. Podía ser velocidad sentida. Podía ser tensión compartida entre jugador y máquina.

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Un recuerdo que aún pesa

Hoy, en plena era del fotorrealismo excesivo y las superficies perfectas, recordar System 22 produce una nostalgia extraña: la nostalgia de cuando el futuro todavía tenía aristas. De cuando los avances eran visibles, comprensibles, casi artesanales.

Nada brillaba en exceso. Nada buscaba engañarte del todo. Y precisamente por eso, todo parecía más honesto.

System 22 no fue el sistema más potente ni el más longevo. Fue algo más importante: el momento exacto en que los polígonos dejaron de ser idea y comenzaron a ser cuerpo. El instante en que la geometría aprendió a ser admirable.

Y quienes lo vivimos, lo sabemos.
Aquel día, en medio del ruido de la recreativa, el futuro nos rozó la mano.

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