Tesla, Elon y el espejismo del progreso: la estetización de la tecnología y la desilusión de sus devotos
Tesla y el espejismo del progreso: la estetización de la tecnología y la desilusión de sus devotos
El automóvil ha sido históricamente una simbiosis de arte, tecnología y pasión. Desde la arrogante elegancia de un Ferrari hasta la ruda eficiencia de un Ford, el motor ha representado no solo un medio de transporte, sino un símbolo de ingenio y emoción. Sin embargo, en un tiempo donde la industria automotriz ha cedido ante la tiranía de las tendencias tecnológicas, Tesla ha encarnado un fenómeno singular: la mercantilización del concepto de «modernidad» y el fetichismo del «molonismo» como argumento de venta.
Cuando Elon Musk irrumpió en el mercado automotriz con Tesla, no vendía simplemente automóviles eléctricos: vendía un estilo de vida. La firma se convirtió en un ícono de status tecnológico, no gracias a su ingeniería—cuestionable en muchos aspectos—sino a su capacidad de generar devoción entre las masas que, seducidas por su estética futurista y la promesa de innovación disruptiva, abrazaron la marca como si de un dogma se tratase.

Pero el tiempo ha desnudado el espejismo. Hoy, aquellos mismos adalides de la modernidad que antes predicaban la superioridad de Tesla comienzan a desilusionarse. La mitología construida en torno a la marca se erosiona con cada informe de fallos técnicos, con cada recorte de personal, con cada desplome en bolsa. La máquina de marketing que alguna vez hizo de Tesla un objeto de culto se enfrenta ahora al ocaso de su embrujo. Y con ello, emerge la verdadera pregunta: ¿qué queda cuando se disipa el espejismo de la novedad?
La respuesta nos remite a un problema mayor: el de la fe ciega en los productos tecnológicos surgidos de Silicon Valley. Desde el iPhone hasta Uber, pasando por las tabletas y el metaverso, la industria tecnológica ha hecho de la innovación un pretexto para la acumulación de capital disfrazada de progreso. Mientras tanto, consumidores y mercados han actuado como acólitos, ofreciendo su fidelidad a conceptos efímeros que, en muchos casos, no han hecho sino precarizar servicios, banalizar el diseño y uniformar la experiencia del usuario.
Tesla no es sino la más reciente víctima de su propio modelo: la tendencia cíclica en la que las mismas masas que un día veneraron la marca ahora reniegan de ella con la misma intensidad. Quizás este proceso sirva como lección para comprender que la modernidad no puede ser un simple artificio publicitario y que la tecnología, cuando es dirigida únicamente por el mercado, termina por ser un vacío revestido de promesas.
Ojalá este desencanto colectivo marque el inicio de un pensamiento más crítico frente a la mitología de lo tecnológico. Porque, al final, un coche debería ser más que un capricho de status: debería volver a ser lo que siempre ha sido, un punto de encuentro entre la ingeniería y la emoción, entre la utilidad y la belleza.