Torre Pacheco entre cifras, sombras y silencios: ¿quién nos está fallando?

Torre Pacheco entre cifras, sombras y silencios: ¿quién nos está fallando?

Mientras los noticiarios buscan chivos expiatorios y la política convierte el dolor en munición electoral, Torre Pacheco agoniza en silencio. No es solo un municipio murciano que vive días convulsos. Es un espejo. En él se reflejan las grietas más profundas del proyecto multicultural europeo: una juventud sin arraigo, una comunidad fragmentada, y un Estado que hace tiempo dejó de gobernar para empezar a gestionar estadísticas.


No son los inmigrantes. No son solo los jóvenes. Es el ecosistema entero

Nabil Moreno, presidente de la comunidad musulmana en Torre Pacheco, lo expresó con crudeza: “El problema no son los inmigrantes, sino los magrebíes nacidos aquí”. No lo dijo con desprecio, sino con una honestidad que muchos prefieren esquivar. Porque es más fácil señalar al extranjero recién llegado que aceptar que los hijos del país —aunque lleven apellidos árabes— también pueden sentirse desarraigados, invisibles, rotos por dentro.

Pero incluso esa frase necesita matices. Porque tampoco se puede cargar toda la culpa sobre los hombros de una juventud a la deriva. Los jóvenes magrebíes nacidos en España, esos que hoy muchos temen o estigmatizan, no crecieron en el vacío. Fueron criados —o más bien, desatendidos— por un sistema entero que falló.


Padres ausentes, comunidad indiferente, Estado inútil

  1. Los padres: Muchos progenitores inmigrantes —a menudo trabajadores explotados, sin recursos ni tiempo— no supieron o no pudieron ejercer una educación firme. A menudo criaron hijos en un país que no comprendían, sin herramientas, sin autoridad, y sin diálogo. Otros, simplemente, se desentendieron. Educar no es solo alimentar: es enseñar a vivir. Y eso faltó.
  2. La comunidad musulmana: Es innegable que ha tenido un papel fundamental en la inserción de miles de personas, especialmente en la gestión de ayudas sociales, documentación, vivienda. Pero en demasiados casos ha fracasado allí donde más se la necesitaba: en la guía moral y emocional de sus jóvenes. No basta con informar sobre trámites administrativos si se guarda silencio sobre violencia, absentismo escolar, misoginia o bandas callejeras. La espiritualidad no puede quedarse en los viernes de oración. El islam español también debe ser pedagogía de civismo.
  3. El gobierno central: La mayor responsabilidad recae en el Estado. ¿Qué ha hecho para evitar que toda una generación nacida en España crezca sintiéndose apátrida, sin futuro ni pertenencia? Muy poco. Ningún plan educativo nacional ha abordado esta cuestión de fondo. Al contrario: se han repartido becas como se reparten caramelos en campaña electoral, y se han falseado datos para presumir de una inclusión que no existe. El sistema educativo español ha bajado el listón hasta hacerlo invisible, pero sigue creyendo que suspender menos significa educar más. Es una danza de cifras, no un proyecto pedagógico.
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¿Cuál es la raíz del problema?

La frase del presidente de la comunidad musulmana, Nabil Moreno —“el problema no son los inmigrantes sino los magrebíes nacidos aquí”— no es un juicio de valor, sino una descripción de una verdad cruda y sin filtros: la segunda generación de inmigrantes está naufragando. Y lo hace entre dos orillas. No se sienten parte de Marruecos —un país que apenas conocen o que desprecian como símbolo de atraso—, pero tampoco de España, que muchas veces los rechaza, los ignora o los relega al gueto. Son hijos de nadie.

Esa identidad fracturada, ese limbo existencial, ha sido el caldo de cultivo perfecto para el resentimiento, la desafección, la violencia gratuita. No se trata de justificar conductas delictivas, sino de comprender su origen. Porque lo que no se comprende se repite, y se multiplica.


¿Cuál NO es la solución?

  • No lo es la inanición política. El Estado no puede seguir ausente mientras los pueblos se quiebran. No puede delegar la gestión de la inmigración a ayuntamientos sobrecargados o a asociaciones sin medios.
  • No lo es la palabra “racismo” usada como comodín automático. Cuando un anciano es brutalmente apaleado en la calle por un joven —sea del origen que sea—, la comunidad no necesita lecciones morales: necesita seguridad, justicia y respuestas. Llamar racismo a todo malestar es, en este caso, una forma de silenciar al pueblo en lugar de escucharlo.
  • No lo es la venganza, ni la cacería nocturna, ni la justicia por mano propia. Las hordas organizadas de extrema derecha son, en esencia, igual de peligrosas que los jóvenes violentos a los que dicen combatir. Solo agravan el conflicto, lo ideologizan, y convierten el dolor en espectáculo.

¿Y entonces, cuál es el camino?

1. Reconocer el fracaso del modelo de integración

España nunca ha hecho una verdadera política de integración. Ha importado mano de obra, no ciudadanos. Ha permitido barrios gueto, colegios segregados de facto, y ha cerrado los ojos ante la brecha entre padres trabajadores y sus hijos sin rumbo. La integración real no es que una familia tenga papeles: es que sus hijos sientan que tienen un lugar en el país donde nacieron.

Esto exige:

  • Inversión educativa masiva en zonas de alta diversidad.
  • Programas de mentoría y empleabilidad para jóvenes nacidos en familias migrantes.
  • Escuelas que enseñen pertenencia sin negar los orígenes, pero que insistan en el proyecto común de ciudadanía.
  • Castigo ejemplar a quien delinque, pero sin criminalizar un colectivo entero.

2. Atacar la raíz del resentimiento: la falta de futuro

La mayoría de estos jóvenes violentos no han nacido “malos”. Han nacido sin referentes, sin estructura familiar fuerte en muchos casos, sin éxito escolar, sin trabajo, sin amor propio. El Estado no puede fingir que eso no existe. La calle se los come porque la escuela no los supo querer y el mercado laboral no los quiere ver.

La solución es más compleja que una redada: requiere formación técnica, acceso a actividades culturales, figuras adultas inspiradoras, un sistema de disciplina social que no los margine pero tampoco les perdone todo.

3. Restaurar el sentido de comunidad

Los vecinos que han vivido bien durante años con población extranjera no merecen vivir ahora con miedo, ni callar para no parecer “racistas”. La convivencia se basa en reglas, en respeto mutuo, y también en autoridad legítima. Hay que reforzar cuerpos de seguridad, instalar presencia constante (no reactiva) en los barrios, y devolver la palabra a quienes la han perdido: maestros, curas, imanes, activistas, agricultores, padres.

Y, sobre todo, recuperar la figura del adulto. Muchos de estos jóvenes no respetan nada porque nunca han sentido que su vida importa.


Torre Pacheco no es un síntoma aislado

Lo que ocurre en Torre Pacheco podría ocurrir en cualquier municipio de Francia, Bélgica o Italia donde generaciones nacidas en suelo europeo crecen sin raíces y con el veneno de la exclusión. La identidad rota es el nuevo campo de batalla de Occidente. No es una guerra religiosa ni una invasión: es una crisis de sentido, de comunidad y de pertenencia.

La respuesta debe ser firme, pero compasiva. Punitiva, pero pedagógica. Comunitaria, pero exigente.


Epílogo

Torre Pacheco no necesita más titulares. Necesita un nuevo contrato social. Un pacto de futuro que no excluya ni romantice, que no niegue ni idealice, que llame a las cosas por su nombre: delincuencia, abandono, hipocresía estatal, fracaso educativo. Y también dignidad, posibilidad, y esperanza para quienes aún no saben a qué patria pertenecen, pero claman por un lugar donde no tengan que demostrar cada día que merecen existir.

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