Toyota 2000GT: la curva como destino, o cuando Japón dibujó el automóvil más hermoso
Hay automóviles que se describen con cifras y otros que exigen silencio. El Toyota 2000GT pertenece a esta segunda estirpe: máquinas que no se enumeran, se contemplan. Llamarlo “el coche japonés más bonito de todos los tiempos” no es un eslogan ni una ocurrencia de feria; es una constatación nacida del asombro, refrendada por lugares sagrados como Goodwood y, sobre todo, por la experiencia irrepetible de tenerlo cerca, a una distancia tan corta que obliga a revisar nuestra idea misma de la belleza mecánica.
No existe un solo Toyota 2000GT. Existen muchos, tantos como ángulos desde los que se lo mire. En todos ellos manda la curva. Curvas imposibles, casi insolentes, que no parecen haber sido trazadas con regla sino con pulso musical. Su línea de cintura es un gesto continuo, una frase larga sin punto final, que se tensa y se relaja como el cuerpo de un felino a punto de saltar. Cuando los faros retráctiles se elevan, no se encienden luces: despierta una criatura.

El tres cuartos trasero es su idioma más seductor: ahí las superficies se enlazan con una naturalidad que Europa tardaría décadas en asimilar. Desde un semidorsal, el coche parece avanzar incluso detenido, como si el aire recordara haber sido desplazado por él. En el picado posterior se manifiesta el cupé perfecto, un objeto cerrado sobre sí mismo, sin aristas que estorben la mirada. De perfil, por fin, surge el desafío: el 2000GT no imita a América ni a Italia, pero las mira de frente, con la serenidad de quien sabe que no necesita competir para vencer.

Este ejemplar de 1967 no es uno más dentro del mito. Es el decimoctavo en abandonar la cadena de producción, uno de los escasos 351 fabricados y, aún más raro, uno de los 233 con volante a la derecha. Un coche que ha viajado entre Japón y Norteamérica como quien cruza mares para probar su leyenda, hoy preservado en un estado que roza lo museístico, pero sin haber perdido la vibración íntima de lo que fue concebido para ser: un deportivo verdadero.
Su historia cromática es casi una anécdota moral. Pedido originalmente en Plata Trueno, cambió a última hora al Blanco Pegasus que hoy lo envuelve. Ese blanco no borra carácter, lo sublima. Frente al tópico de la agresividad, el 2000GT elige la elegancia. Sus zonas en negro —neumáticos, sombras profundas en cristales, detalles interiores— funcionan como signos de puntuación: recuerdan que bajo esa piel inmaculada late una voluntad férrea de ingeniería, el manifiesto silencioso de Japón reclamando asiento entre los grandes deportivos europeos.

El interior, tapizado en vinilo negro, renuncia al exceso ornamental para abrazar una sobriedad casi monástica. No es un salón, es una cabina. Todo conduce al seis cilindros de dos litros, que no necesita alzar la voz para hacerse escuchar. Los paneles de madera afinan la experiencia sensorial, y el volante de carreras —no original, aunque el auténtico duerme protegido como una reliquia— introduce una leve herejía funcional que, curiosamente, no desentona. Más bien subraya algo esencial: este coche no nació para la vitrina, aunque la merezca.
Compararlo con el Jaguar E-Type es inevitable, pero también injusto. El británico seduce; el japonés redefine. El E-Type conquista por exceso; el 2000GT, por precisión emocional. Sus curvas no buscan el aplauso inmediato, sino una fidelidad a largo plazo. Es una belleza que no se agota, que se redescubre.

Que hoy se pida por él más de un millón de dólares no es un exceso de mercado, es un acto de justicia tardía. Porque el Toyota 2000GT no solo anticipó el futuro del automóvil japonés: demostró que la belleza también podía hablar con acento nipón y, además, hacerlo en voz baja, segura de que quien escucha, ya no podrá olvidarla.



