¿Un canto a la unión o un eco de la desunión? el movimiento woke bajo la lupa del tiempo

¿Un canto a la unión o un eco de la desunión? el movimiento woke bajo la lupa del tiempo

Desde el albor de los días, cuando la caza era destino y la fuerza la única gramática del poder, el ser humano se ordenó según los músculos. La ley del más fuerte, tan antigua como el hueso en la mano del simio homínido, dictó que quien golpeara más duro merecía gobernar. En esa balanza primitiva, la mujer —no por falta de espíritu, sino por la medida impuesta por la carne— partió con desventaja. Y fue así como la historia se escribió con nombres masculinos, espadas masculinas, templos y tronos masculinos.

Pero el tiempo —ese alquimista paciente— fue introduciendo otro elemento en la ecuación: la inteligencia. Y con ella, la palabra, la estrategia, la tecnología, la ley. Fue entonces cuando la fuerza dejó de ser la única divisa. El pensamiento, el arte, la ciencia y la ética comenzaron, poco a poco, a cuestionar las jerarquías dictadas por el músculo. El siglo XX fue testigo de una verdadera revolución: el feminismo, en sus múltiples olas, propuso con vehemencia no una revancha, sino una ecuación justa; no una inversión de roles, sino una horizontalidad humana.

De esa matriz ética —y de muchas otras injusticias históricas acumuladas— nace el movimiento woke, palabra que en su origen evocaba el despertar, la vigilancia moral frente a la opresión. Un susurro contra el racismo, el machismo, la homofobia, la transfobia, la discriminación en todas sus formas. Era, en su espíritu más puro, una respuesta ética a siglos de desequilibrio. Un nuevo pacto civilizatorio, donde la justicia no se limite a la legalidad, sino que se derrame sobre el lenguaje, la representación y los símbolos.

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Pero ahora bien: ¿Ha cumplido esa promesa? ¿Despierta el mundo en un canto común, o nos hemos levantado en madrugadas opuestas, en trincheras enfrentadas?


Hoy, cuando uno navega las redes sociales o escucha el murmullo febril del debate público, la pregunta se vuelve inevitable: ¿el movimiento woke nos ha unido o nos ha fracturado aún más? Lo que nació como un camino hacia la empatía, ¿se ha convertido en una cartografía del resentimiento?

La evidencia parece contradictoria. Por un lado, se ha logrado visibilidad y representación para colectivos antes silenciados: mujeres, minorías raciales, personas trans y neurodivergentes han encontrado espacios de expresión, leyes de protección, plataformas de voz. Eso es innegable. Pero por otro lado, también parece haberse instalado un clima de hipervigilancia, donde cualquier matiz es sospechoso, cualquier error se castiga con exilio, y donde muchas veces se impone una moral de pureza que recuerda más a las ortodoxias inquisitoriales que a los diálogos democráticos.

El conflicto parece haber mutado: ya no se trata solamente del poder tradicional contra los oprimidos, sino de múltiples minorías en competencia por una centralidad simbólica. El espacio público se convierte entonces en un campo minado de palabras, donde cada término, cada gesto, cada silencio, puede ser leído como una agresión. Y ese miedo, esa cancelación del matiz, es el germen de una nueva forma de censura.

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Los grupos humanos que más han ganado, curiosamente, no son ni las mujeres ni los negros ni los homosexuales, sino quienes han aprendido a capitalizar políticamente el resentimiento: populistas, ideólogos, empresas que convierten la causa en marketing, y algoritmos que se alimentan del conflicto como los buitres del cadáver.


La paradoja es cruel: el movimiento que nació para sanar, a veces se vuelve inflamatorio. El discurso de unión, cuando se absolutiza y se impone, acaba separando más. Y sin embargo, renunciar a él sería regresar al silencio anterior, a los siglos en que el sufrimiento era invisible, cuando el patriarcado y el racismo eran estructuras incuestionables. La respuesta no puede ser el cinismo ni la nostalgia reaccionaria.

Quizás el error no ha sido del movimiento en sí, sino de su interpretación más fanática. El problema no es la justicia, sino el mesianismo moral. No es el feminismo, sino su caricatura vengativa. No es la lucha contra el racismo, sino su transformación en sistema de etiquetas. El ideal sigue siendo noble: una humanidad más justa, más empática, más plural. Pero el camino debe recuperar la conversación, el disenso civilizado, la autocrítica. Debemos pasar del «despertar» al «comprender», del «denunciar» al «dialogar».

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¿Nos ha unido o dividido el movimiento woke? La respuesta es ambigua, como todo lo humano. Ha visibilizado heridas necesarias, pero también ha abierto nuevas. La gran tarea del porvenir será evitar que esta lucha por la dignidad de todos se convierta en un juego de vencedores y vencidos, en una perpetua guerra de identidades. Porque cuando todos peleamos por ser la víctima más herida, olvidamos que la verdadera revolución no es ser escuchado, sino escuchar al otro.

Y esa, quizás, sea la única fuerza que nos quede para sobrevivirnos.

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