Videoclub: disfruta gratis de estas 5 incalificables películas de terror de los 80 que hoy fluyen como criaturas de culto

La década de los 80 dejó estampas de celuloide que todavía resplandecen en la memoria colectiva. Indiana Jones corría por templos imposibles, Marty McFly electrificaba el tiempo, y Robocop patrullaba un futuro oxidado. Sin embargo, bajo ese brillo mainstream germinaba un subsuelo creativo mucho más turbio y juguetón, un territorio donde el terror se liberó de complejos y abrazó lo grotesco, lo risible, lo salvaje y lo deliciosamente inepto. Allí nacieron obras inclasificables que, con el paso de las décadas, se han convertido en tótems excéntricos. Su poder es distinto: no relucen, fermentan. No buscan aprobación, cultivan devotos.

Aquí presento cinco piezas esenciales de ese imaginario, analizadas desde su textura fílmica y su lugar en la historia secreta del género.

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TerrorVision (1986)

TerrorVision es un carnaval fluorescente que parece filmado desde el interior de una consola Atari poseída por un glam rocker. Ted Nicolaou fabricó una sátira sobre la televisión basura antes de que el término “telebasura” existiera como tal, pero su mirada es más traviesa que moralista: se ríe de la familia suburbana que espera del televisor una compañía dócil, y en su lugar recibe un monstruo viscoso que muta como un chicle radiactivo.

El extraterrestre no solo devora, también refleja. Es un espejo deformante donde se proyectan la avaricia, el exhibicionismo doméstico y el kitsch ochentero más sudoroso. Su paleta cromática, bañada en neones y púrpuras imposibles, convierte cada plano en una fiesta disfuncional. Terror a medias, comedia a ratos, performance pop siempre, la película es una cápsula de futuro que anticipó la banalidad mediática contemporánea sin renunciar a la carcajada o al vómito.

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Re-Animator (1985)

Stuart Gordon filmó Re-Animator como si hubiera descubierto un teatro anatómico y hubiese decidido encender todas las luces al mismo tiempo. La cinta es un ritual de exceso. H.P. Lovecraft sirve de base, pero Gordon lo traduce a un lenguaje carnal: la carne que tiembla, la carne que retorna, la carne que no obedece. Jeffrey Combs compone a un Herbert West eléctrico, casi insectil, un científico que parece vivir en un costado del tiempo donde la moral se evapora.

El ritmo es quirúrgico. Cada escena empuja más allá del límite, con un gore tan creativo que roza el ballet macabro. Su humor negro funciona como arma defensiva: reír es la única forma de no sentirse arrastrado por la desmesura. Es una obra que respira todavía hoy, cargada de energía inmortal, como si su suero reanimador siguiera activo bajo la emulsión del celuloide.

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Noche de miedo (1985)

Tom Holland construyó en Noche de miedo un cuento vampírico donde el suburbio americano se transforma en un escenario de deseo y sospecha. El vampiro de Chris Sarandon no es un monstruo gótico, sino un depredador elegante que viste jersey de cuello vuelto y se desliza por discotecas aromatizadas con humo sintético. El film brota de una intuición muy ochentera: el terror también puede moverse al ritmo de una canción nocturna.

La mezcla de Drácula y La ventana indiscreta funciona como un mecanismo perfecto. El protagonista, voyeur juvenil, observa cómo la casa de al lado alberga un horror tan irresistible como peligroso. La textura de la película es cremosa, teñida de rojos carmesí que evocan el artificio teatral. Su éxito inmediato no fue casual. Pocas obras capturan con tanta precisión la adolescencia como territorio fronterizo donde lo fantástico y lo sexual se empujan mutuamente. Su legado se expandió en secuelas, novelas y una sombra cultural que todavía flota en la iconografía vampírica moderna.

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Gomia, terror en el mar Egeo (1980)

Joe D’Amato convirtió Gomia, terror en el mar Egeo en una especie de postal salvaje que mezcla folclore de isla griega con pesadilla antropófaga. La película es un incidente febril: un caníbal solitario que devora turistas para vengar a los suyos, un paisaje cálido que oculta un dolor húmedo, un ritmo que se inclina más hacia el delirio que hacia la narrativa convencional.

La estética de D’Amato, a medio camino entre lo artesanal y lo abiertamente trash, es una fuerza en sí misma. La cámara parece perseguir la mugre, la sal en la piel, el sudor que cae por los torsos. El Mediterráneo adquiere un tono opresivo, casi enfermizo, como si sus aguas escondieran un linaje maldito. No hay sutileza. Hay instinto. Hay hambre. Lo que para algunos es un despropósito, para otros es una reliquia absoluta del terror europeo más descocado.


Colegialas violadas (1981)

Jesús Franco, maestro de la fecunda irregularidad, filmó Colegialas violadas con la libertad de quien ya no concibe barreras entre géneros. Terror y erotismo se funden en un mismo vapor, un olor a encierro, a adolescencia importada, a cicatriz de crimen antiguo que regresa como un rumor húmedo en los pasillos. La premisa es sencilla: unas estudiantes extranjeras llegan a un complejo marcado por un asesinato y el pasado devuelve su mirada.

La cinta, producción alemana, es un ejercicio donde Franco mueve su cámara con un deseo casi táctil. Sus planos se impregnan de cuerpos, texturas y sombras. La atmósfera es turbia, no porque busque el sobresalto, sino porque transmite la sensación de que todo aquello se filmó con febril urgencia. Es un slasher muy suyo, distinto al modelo americano: menos precisa la estructura, más vital la pulsión.


Estas cinco criaturas ochenteras funcionan hoy como cartas de amor defectuosas al poder liberador del género. Sus fallas son parte de su encanto. Su inteligencia, cuando existe, no pretende ser elegante; su ingenuidad, cuando aparece, ilumina. El terror de los 80 fue también eso: una colisión salvaje de ideas donde la belleza nacía de la desmesura, la torpeza o la rebeldía. En su rareza habita su eternidad.

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