Videoclub | El día que un director enloqueció: el corto clandestino grabado a 200 km/h por las calles de París que hizo historia (y casi lo lleva a prisión)

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A doscientos por hora con el alma: Era una cita, la locura lírica de Claude Lelouch

En el amanecer de un París aún húmedo y vacío, un rugido metálico corta la bruma. Es el corazón de un motor, pero también el pulso de un cineasta. En agosto de 1976, Claude Lelouch decidió que el amor debía correrse, no contarse. Así nació C’était un rendez-vousEra una cita—, un cortometraje de apenas ocho minutos que se convirtió en un mito urbano, en un poema mecánico donde el vértigo reemplaza al diálogo y la ciudad de la luz se transforma en una amante imposible. Ver gratis C’était un rendez-vous

Rodado sin permisos, sin dobles, sin efectos, el film muestra el trayecto endiablado de un coche que atraviesa París a más de doscientos kilómetros por hora. Es un único plano secuencia —un gesto de fe técnica y locura poética— que termina con un abrazo. Un hombre, una mujer, una ciudad, y entre ellos el rugido de una máquina que respira deseo. La mujer es Gunilla Friden, modelo sueca y madre de la hija mayor de Lelouch. El conductor, el propio Lelouch, que convierte su vida privada en materia fílmica.


París como amante y confesión

A las 5:30 de aquella mañana, Lelouch colocó una cámara en la parte delantera de su Mercedes-Benz 450 SEL 6.9, un vehículo cuya suspensión hidroneumática permitiría que la imagen flotara entre los empedrados de Montmartre. Lo acompañaban el director de fotografía Jacques Lefrançois y su ayudante Henri Querol. No había plan de rodaje, ni seguros, ni cortes de tráfico: sólo el impulso romántico de llegar a tiempo a una cita amorosa.

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El resultado es una danza entre el hombre y la ciudad. París se abre ante el coche como un cuerpo dormido que se deja recorrer: los semáforos, los bulevares, los arcos y plazas funcionan como venas por las que circula la fiebre de Lelouch. Pasó en rojo dieciocho semáforos. Cruzó calles prohibidas. Inventó una coreografía de infracciones que hoy sería impensable.

Tras el estreno, fue detenido durante algunas horas. Y sin embargo, el prefecto de policía, quizá fascinado por la osadía, le devolvió su licencia casi de inmediato con una sonrisa cómplice. Lelouch recordaría después: “Es la película de la que más orgulloso estoy… y de la que más me avergüenzo.


El vértigo como lenguaje

En Era una cita no hay diálogos ni personajes en el sentido clásico. El protagonista es la velocidad. El guion —si puede llamarse así— se reduce a una estructura casi musical: un crescendo continuo que culmina en un gesto amoroso. Todo lo que ocurre entre el arranque y el abrazo final pertenece al reino de lo sensorial. La cámara no registra tanto la ciudad como su respiración.

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Lelouch manipula el sonido: aunque condujo un Mercedes, sustituyó su rugido por el de una Ferrari 275 GTB, para acentuar el dramatismo. Así el oído imagina un coche más salvaje, más cinematográfico, más libre. No hay montaje, no hay efectos; sólo la fricción pura entre motor y deseo. Es el cinéma vérité llevado al extremo: la realidad convertida en riesgo.


La ética del peligro

El cortometraje no tardó en dividir a los espectadores. ¿Es una obra de arte o un acto de irresponsabilidad? En su aparente simplicidad encierra un dilema moral: ¿hasta dónde puede llegar un cineasta por capturar la verdad de un instante? Lelouch no persigue el escándalo, sino la pureza. Él mismo lo dijo: “Era todo lo que no se debe hacer al volante, y todo lo que se debe hacer por amor.

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Esa contradicción define su belleza: es la fusión de Eros y Tanatos, del impulso vital y la posibilidad de la muerte. París no es un decorado, sino un testigo. Las calles desiertas, los ecos del motor, el temblor del aire: todo confluye en un acto cinematográfico absoluto, sin concesiones, sin moralejas.


La herencia de un delirio

Con el paso de los años, Era una cita se convirtió en una pieza de culto. Circuló por generaciones de cinéfilos, primero en proyecciones piratas, luego en VHS, más tarde en Internet. Inspiró a directores, publicistas y diseñadores de videojuegos de conducción. Su espíritu reaparece en los planos frenéticos de Drive, en la soledad de Taxi Driver, o en el vértigo nocturno de Enter the Void.

Lelouch, el mismo que había conquistado Cannes con Un hombre y una mujer, regaló aquí su pieza más íntima, una confesión disfrazada de locura. A doscientos por hora, filmó el amor como una persecución y la ciudad como un cuerpo.

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Epílogo: el último semáforo

Era una cita no es sólo un cortometraje: es una declaración de amor a la libertad del cine. En una época sin drones ni cámaras ligeras, Lelouch hizo de su coche un ariete poético y de París un espejo en movimiento. Cada semáforo pasado en rojo es una nota de una sinfonía que todavía resuena: la del cine que se atreve, que no pide permiso, que persigue el instante irrepetible aunque le cueste la vida.

Porque a veces, llegar a una cita no es lo importante. Lo esencial es atreverse a correr hacia ella.

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