Fiesta piscinera en topless de ‘La casa de los monstruos cachondos’ (1962)

La casa de los monstruos cachondos: un carnaval picaresco en la ladera del absurdo

Hay películas que no se limitan a existir: se descuelgan por los márgenes del cine con la misma impudicia con la que un comediante de vodevil se despoja de su sombrero. House on Bare Mountain (1962), dirigida por el inefable Lee Frost, es precisamente eso: un artefacto travieso, un juguete clandestino donde la comedia, el erotismo y el terror de cartón piedra se abrazan en un torbellino de carcajadas lascivas y monstruos de pacotilla.

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En la cima de esa montaña desnuda, lo que encontramos no es una casa del terror al uso, sino un balneario para jóvenes voluptuosas donde los sujetadores caen con la misma facilidad que los chistes malos. Es un festín de transparencias y enredos, una postal desvergonzada que parece esculpida en la espuma de la noche de Los Ángeles, donde el softcore y la farsa se dan la mano sin más pretensión que la de divertir al espectador con la ligereza de una pluma arrojada al viento.

una residencia para monstruos y musas ligeras de ropa

El argumento es casi un espejismo, una excusa alegre para encadenar situaciones absurdas y torsos desnudos. Un inspector de policía —disfrazado con bigote postizo y gafas ridículas— se infiltra en la “casa” de la montaña para investigar rumores de contrabando de alcohol. Lo que encuentra es un desfile de mujeres hermosas y un séquito de monstruos sacados directamente del almacén de disfraces de serie B: Drácula, la Momia, Frankenstein, todos despojados aquí de su gravedad fílmica para convertirse en títeres de un espectáculo burlón.

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Los monstruos no asustan; los monstruos bailan, bromean y se integran en un mundo donde el terror es solo una escenografía risible, un marco cómico que permite al director sazonar la trama con guiños sexuales y humor de picardía.

texturas de humo, encaje y celuloide ligero

La textura de House on Bare Mountain es la del celuloide apresurado, del metraje económico que no se avergüenza de sus costuras. La iluminación es plana, las actuaciones rozan lo amateur, y, sin embargo, todo ello compone una melodía deliciosamente sincera: la de un cine que no oculta sus limitaciones porque se nutre, precisamente, de ellas.

El blanco y negro aporta un cierto aire de elegancia involuntaria, como si este vodevil erótico hubiese querido disfrazarse de algo más sobrio, solo para quitarse el corsé a los cinco minutos. Los desnudos son juguetones, casi inocentes, una travesura más que una provocación seria. Y en esta danza de cuerpos y gags visuales, la película se transforma en una cápsula de época donde la represión y la libertad sexual se baten en un duelo cómico, siempre al borde de la autoparodia.

la celebración de lo insignificante

Lo más fascinante de House on Bare Mountain es su despreocupación. No pretende trascender, no busca redención ni posteridad. Es cine hecho para la medianoche, para el humo de los autocines, para ese público que pagaba la entrada con la secreta esperanza de ver un poco de carne entre susto y susto.

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Lee Frost —que más tarde dirigiría películas de explotación con un tono mucho más agresivo— construye aquí una pieza donde lo insignificante cobra un valor entrañable. En lugar de incomodar, abraza la ligereza, como quien se sabe pasajero en la fiesta y decide bailar mientras dura la canción.

conclusión: una montaña ligera donde el cine se descalza

House on Bare Mountain es un cine que se quita los zapatos, que corre por la ladera del ridículo con la soltura de quien no debe rendir cuentas. Es una película que mastica la tradición del terror clásico solo para escupirla convertida en chiste, en susurro pícaro, en excusa para el deleite visual más travieso.

Y en esa levedad, en esa falta de pretensión, reside precisamente su encanto: un pequeño carnaval de mujeres hermosas y monstruos sin amenaza, un cine descalzo que invita a sonreír mientras el viento arrastra los ecos de una época donde lo prohibido comenzaba, tímidamente, a abrirse paso en la pantalla.

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