Ashgabat, la ciudad blanca: entre la paz mineral y el espejismo fantasmagórico

En el corazón seco de Asia Central se alza Ashgabat, capital de Turkmenistán y, según la consultora Mercer, la ciudad más cara del mundo para vivir. Pero más allá de sus cifras —hinchadas por la inflación, la dependencia del gas natural y una crisis alimentaria que estrangula a sus ciudadanos—, lo que convierte a esta urbe en un fenómeno casi sobrenatural es su apariencia: una metrópolis construida como un sueño de mármol blanco.

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Aquí, el blanco no es un simple color. Es una ideología arquitectónica, un dogma visual que envuelve avenidas, palacios, hoteles y ministerios hasta convertirlos en un gigantesco desierto mineral. La ciudad parece tallada en una única piedra celestial, como si un escultor obsesionado hubiera borrado cualquier rastro de matiz. No hay ocres que anuncien humanidad, ni sombras que revelen desgaste. El blanco es absoluto, totalizador, casi hipnótico.

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Ese blanco, que en otras ciudades sería símbolo de pureza o de limpieza, en Ashgabat adquiere una dualidad inquietante: por un lado, una serenidad casi claustral, un sosiego que parece silenciar el bullicio y suspender el tiempo; por otro, una sensación espectral que atraviesa cada avenida, como si la ciudad existiera en un mundo ligeramente desplazado del nuestro, un reflejo brillante de un lugar que no terminamos de comprender.

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El centro cultural Alem, con sus curvas y geometrías monumentales, parece un artefacto de otro siglo; sus fachadas nacaradas capturan la luz del sol y la devuelven como un destello que desorienta. Las miles de construcciones blancas generan un efecto óptico extraño: las distancias parecen dilatarse, las perspectivas se vuelven líquidas, el horizonte se borra. Es una ciudad que, bañada de luz, roza lo irreal.

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Esta apuesta estética radical contrasta con la realidad social que la sostiene: una economía debilitada por los vaivenes del gas natural, una inflación que devora salarios y una población obligada a hacer largas colas para conseguir alimentos subsidiados. La blancura omnipresente no solo embellece; también oculta. Funciona como un velo brillante sobre un país que ha vivido años de escasez y silencio institucional.

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Y sin embargo, Ashgabat fascina. Su blancura total remite a una suerte de utopía congelada, un lugar donde la arquitectura parece anhelar la perfección matemática de un futuro imposible. Caminar por sus avenidas es hacerlo entre dos mundos: la paz de un mármol que calma y la fantasmagoría de un decorado demasiado perfecto, demasiado luminoso para ser plenamente humano.

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En un planeta donde las ciudades se definen por el caos del color y la mezcla, Ashgabat se levanta como una excepción polar: un espejismo blanco que brilla entre la belleza, la contradicción y el silencio.

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