La revolución íntima del 32x: cuando los primeros polígonos eran un sueño doméstico
Hubo un tiempo —un tiempo de tubos catódicos, de brillo verdoso y electricidad estática en la yema de los dedos— en que unos pocos polígonos planos tenían la capacidad de encender la imaginación como si una galaxia entrara en casa. Y en ese instante, en esa década de promesas inestables y locura tecnológica, surgió el 32X: aquel champiñón extraño que SEGA plantó sobre la venerable Mega Drive para regalarnos la ilusión de un salto generacional sin romper con el pasado.
Era, en esencia, un puente improbable hacia un futuro tridimensional. Un futuro que olía a recreativa, a monedas recién cambiadas, a tardes enteras mirando cómo otro jugaba porque la pantalla poligonal hipnotizaba con la misma fuerza que un fuego vivo.

El fulgor de los primeros polígonos
Los gráficos del 32X no engañaban a nadie: eran planos, austeros, casi frágiles. Pero, en la danza titubeante de aquellos triángulos, había magia. Star Wars Arcade y Virtua Racing Deluxe no solo eran juegos: eran ventanas. Ventanas torpes, sí, pero abiertas a un paisaje nuevo, extraño, futurista.
En nuestras teles de tubo, esos polígonos parecían hablar. Se movían con una rigidez casi poética, como marionetas de luz que intentaban acercarse al porvenir a zancadas de madera. No eran tridimensionales en el sentido moderno, pero lo parecían lo suficiente. Lo justo para que uno, niño o adolescente, sintiera que por fin tenía un pedazo del alma de los salones recreativos en su propio salón. Era una pequeña victoria contra ese vecino fanfarrón con Super Nintendo: un puñetazo amistoso al orgullo ajeno.

Una torre de poder que era más un tótem que una máquina
La promesa era hermosa: conectar aquel accesorio como quien desentierra un artefacto marciano, y ver cómo la consola se convertía en una Torre de poder. El invento era imposible, aparatoso, excesivo: cables, fuentes de alimentación, módulos que encajaban como piezas de un templo improvisado.
Era el videojuego convertido en arquitectura doméstica.
Era tecnología transformada en altar.
Y aun así, pese a sus limitaciones, había algo tremendamente emocionante en ver crecer la Mega Drive hacia arriba, no hacia delante. Como si SEGA hubiese decidido desafiar a la gravedad digital y convocar el espíritu de los arcades desde un mueble de salón.

La dulce decepción y el eco que permanece
Sabemos cómo termina la historia: Saturn apareció demasiado pronto, PlayStation se volvió un ciclón, y el 32X quedó atrapado entre dos mareas. Su catálogo fue breve, disperso, incapaz de sostener la promesa. Para la industria fue un fracaso; para el aficionado, un episodio extraño, casi tierno, de ambición excesiva.
Pero lo que permanece —lo que sigue vibrando treinta años después— no es el número de polígonos ni la escasez de juegos, sino la emoción de aquella ilusión. La sensación de que la tridimensionalidad había llamado por primera vez a la puerta. Que un accesorio extraño había conseguido, durante un instante, colar en nuestras vidas la estética de la recreativa sin pedir más monedas.
El 32X fue una chispa: breve, inestable, pero luminosa.

El legado secreto
Hoy, cuando lo observamos con nostalgia, entendemos que no fue un salto generacional cumplido, sino un bosquejo del futuro. Una maqueta. Un boceto tembloroso del mundo poligonal que estaba por llegar.
Y, quizá por eso, su recuerdo tiene algo de fantasmagórico. Como esos primeros polígonos que parecían flotar sobre la negrura del tubo, o como las máquinas recreativas que, sin darnos cuenta, empezaban a decir adiós.
El 32X fue la promesa de un porvenir al que no llegó… pero que nos dejó respirar, por un breve minuto, el aire de ese porvenir. Y eso, en el fondo, sigue siendo suficiente para que muchos lo recordemos con un cariño que ninguna consola más perfecta ha logrado borrar.



