Crítica ‘Defensa’ (1972): cartografía del desasosiego

Hay películas que no se dejan abordar desde la comodidad del butacón, obras que parecen mirarnos desde un territorio más primitivo que narrativo, como si sus imágenes brotaran de una grieta húmeda en el tiempo, todavía palpitante. Defensa, ese viaje en canoa al corazón más turbio del sur estadounidense, pertenece a esa estirpe rara: un film que no invita a contemplar, sino a resistir.

Defensa-967649250-large-1024x684 Crítica 'Defensa' (1972): cartografía del desasosiego

John Boorman, igual que haría años después en La selva esmeralda, vuelve aquí a su instinto de cartógrafo de lo indomable. Filma el bosque, el río y el sudor con la precisión de un naturalista obsesivo, captando la fragilidad de los cuerpos urbanos frente a la rudeza del entorno. Y lo hace con una pureza visual que hoy parece inconcebible. No hay decorado que amortigüe el miedo, no hay artificio que alivie la sensación de peligro. Todo es real, o al menos lo suficientemente real como para que la ficción tiemble sobre un abismo documental. Cada plano se alarga como si el propio río lo dictara, avanzando sin prisa, arrastrando a los personajes y a nosotros en una corriente amarga donde el tiempo se dilata y nos eriza la piel.

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Es en esa extensión —en esos silencios, en esas miradas torcidas de habitantes que parecen parientes lejanos de La matanza de Texas— donde Defensa revela su verdadera naturaleza. Boorman no pretende separar lo humano de lo salvaje: los funde hasta que ya no distinguimos qué parte de esa América profunda está mutilada por la pobreza y cuál por un rencor ancestral que fermenta en el silencio de los pantanos. El famoso “duelo musical” es quizá uno de los momentos más inquietantes de todo el cine estadounidense: una sonrisa torcida, un banjo que lanza notas como advertencias, una coreografía entre la cordialidad y la amenaza que anticipa lo innombrable. Nada hay aquí de celebración musical; es un himno al nervio expuesto.

img_4879-1 Crítica 'Defensa' (1972): cartografía del desasosiego

La película, desde su estreno, quedó marcada por el morbo. Su fama creció más por lo que se susurra de ella que por la finura de su puesta en escena, como si el público necesitara convertir el trauma en anécdota. Y, sin embargo, vista hoy, sigue manteniendo una fuerza mineral, inesperadamente pura. No busca el terror fácil ni el espectáculo: su potencia reside en lo incómodo, en lo indescifrable, en esa sensación de que el bosque observa y juzga. Defensa no desea complacer; exige atravesarla con un temple casi ascético.

Quizá por eso no es una película pensada para revisiones constantes. Su intensidad no admite otra cosa que el impacto inicial, ese viaje que deja la piel fría y el espíritu un poco más cansado. Es una obra para espectadores que buscan texturas distintas, atmósferas inquietas, ese punto de veracidad que oscila entre el documental y la ficción, como un eco que llega desde un mundo que preferiríamos no volver a pisar.

Defensa-102121154-large-1024x699 Crítica 'Defensa' (1972): cartografía del desasosiego

Y ahí radica su rareza, su valor y su vigencia: Defensa sigue siendo una herida que brota luz oscura. Una expedición al centro de la fragilidad humana donde lo salvaje no es sólo el bosque, sino aquello que el bosque despierta. Una obra inclasificable, nerviosa, incómoda… y, por ello mismo, única.

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