Bajo la lluvia, desnuda: un rito de ternura salvaje

Hubo una mujer —quizá aún la hay, quizá muchas— que una tarde sin nombre, cuando las nubes aún dudaban entre la caricia y la tormenta, decidió quitarse la ropa y entregarse desnuda a la lluvia. No lo hizo por rebeldía, ni por provocación, ni siquiera por el deseo de exhibirse. Lo hizo por amor a la belleza. Lo hizo porque comprendió que la lluvia, como el deseo, no se suplica: se recibe.

Se desnudó con lentitud, no como quien se desprende de un abrigo, sino como quien se libera de una capa del alma. Cada prenda que caía era una confesión silenciosa, una rendición al instante. Y entonces, ya sin artificios, ofreció su cuerpo a las gotas. No se cubrió. No temió. Se abrió, simplemente, como se abren las flores en el poema de un místico: con la certeza de que hay algo sagrado en exponerse al temblor.

Quiso compartirlo. No con un grito, sino con un susurro digital. Tomó una foto —quizá un video— y lo subió a las redes, no como quien busca likes, sino como quien lanza un mensaje en una botella. “Aquí estoy —parecía decir—. Soy agua y piel. Soy deseo sin vergüenza. Soy libertad que no pide permiso”.

La imagen, si existe, no es erótica en el sentido superficial. Es erótica en lo esencial. Porque no muestra el cuerpo como objeto, sino como templo. Un cuerpo mojado por la lluvia no es solo un cuerpo: es una superficie donde el cielo toca la carne. Es la memoria de algo ancestral, de cuando el ser humano aún danzaba bajo tormentas invocando dioses invisibles.

Esa mujer, al exponerse así, no se desnudó para ser vista. Se desnudó para ser. Para recordarnos que el cuerpo no es un error que hay que tapar, sino un poema que merece ser leído bajo la lluvia. Y que mojarse sin ropa no es un acto indecente, sino una forma extrema de sinceridad.

Las redes, tan a menudo frías, mecánicas, instantáneas, recibieron su imagen como quien recibe una carta perfumada. Algunos comentaron con torpeza, otros con poesía. Hubo escándalo, admiración, réplica. Pero lo cierto es que ella ya no necesitaba respuesta. Ella había hecho lo que muchos no se atreven a soñar: reconciliar el alma con el cuerpo, el deseo con la naturaleza, la intimidad con el mundo.

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La mujer que posó desnuda bajo la lluvia no buscaba escándalo. Quería regalar un instante de verdad. Quería decir, con su cuerpo libre y mojado: aún somos salvajes, aún somos hermosos, aún podemos ser sinceros sin miedo al juicio.

Y acaso eso sea lo más erótico que pueda decirse en este siglo.

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