Basta de ideología disfrazada de cine: el caso Superman y el eterno secuestro del arte
Basta de ideología disfrazada de cine: el caso Superman y el eterno secuestro del arte
Ya no se puede estrenar una película sin que alguien —desde la cuenta oficial de la Casa Blanca hasta el último activista de Twitter— decida leerla como si fuese un manifiesto político. Superman no es la excepción. Nunca lo ha sido, claro, pero lo de ahora supera lo simbólico: estamos asistiendo a una colonización total del arte por parte de la ideología. Y ya va siendo hora de decir basta.
Desde que James Gunn asumió la dirección del nuevo filme del Hombre de Acero, no han cesado las voces empeñadas en forzar la historia hacia un territorio que va mucho más allá del cine. En entrevistas, declaraciones y filtraciones se insiste una y otra vez en que Clark Kent es un inmigrante —como si eso no lo supiéramos desde los años treinta— y en que, por tanto, el personaje debe leerse como un estandarte de la política progresista contemporánea. ¿Pero desde cuándo el cine tiene que obedecer órdenes de partido?
El Superman de ahora es, según sus creadores, refugiado, anticapitalista, antifascista, antinorteamericano, defensor del multilateralismo, icono de la diversidad, símbolo de la lucha civil y representante intergaláctico de la justicia social. ¿Y el cine? Bien, gracias.

Todo esto, claro, no es nuevo. Desde los tiempos en que la propaganda soviética vestía de épica sus ideales, o cuando Hollywood diseñaba héroes para alentar al pueblo estadounidense en plena guerra, la política ha susurrado —o gritado— al oído del arte. Pero la diferencia es que hoy ya no hay distinción: el discurso ideológico ha decidido ocupar el trono simbólico de la narrativa. La historia, el personaje, el mito… ya no importan si no sirven a un mensaje concreto.
Y aquí es donde Superman (2025) se convierte en ejemplo de laboratorio: en lugar de ofrecernos un héroe universal, se nos da un mártir ideológico. Un hombre que, lejos de volar por el cielo con independencia ética y moral, sirve ahora como plataforma para reinterpretar la realidad según las categorías del pensamiento dominante.
Lo que era un personaje arquetípico —hijo de dos mundos, síntesis del ideal americano clásico y del anhelo humano de justicia— ha sido convertido en portavoz de causas políticas muy específicas, muchas veces legítimas, pero impuestas como filtro exclusivo de lectura. No hay poesía, hay panfleto. No hay símbolo, hay consigna.
¿Que Clark Kent es un inmigrante? Sí, desde siempre. Pero eso no lo convierte en una herramienta para evangelizar al público con tesis de actualidad geopolítica. ¿Que Lex Luthor odia a Superman por ser “diferente”? De acuerdo. Pero eso no convierte automáticamente a todos sus críticos en racistas, trumpistas o enemigos de la verdad. El cine, si es bueno, debe permitir ambigüedades. Debe respirar.
Y sin embargo, el mensaje está claro: Superman no sólo es progresista, sino que es progresista contra quienes se atreven a no comulgar con el guion cultural impuesto. Los fans de siempre, los que crecieron con la épica de Richard Donner, con el acero noble de Henry Cavill, con la ternura de Christopher Reeve, parecen ya no tener sitio si no se alinean con el sermón. Porque ahora el espectador no entra a disfrutar: entra a pasar un examen.
Y lo más preocupante: esta lectura ideológica no surge como interpretación espontánea del público. Viene sembrada desde la propia producción. Desde guiones con agenda, diálogos que parecen extraídos de columnas de opinión y escenas diseñadas para ser trending topic antes que elementos narrativos con sentido. Se filman películas como si fueran editoriales disfrazadas de entretenimiento.
Lo que pide el arte —lo que exige el cine— es precisamente lo contrario: libertad. Ambigüedad. Imaginación. ¿Dónde está la mística, el mito, la alquimia emocional del cine? En algún lugar perdido entre Boravia, Jarhanpur, y un post incendiario de Reddit.
James Gunn tiene talento. Y Superman es una figura que ha sobrevivido a guerras, censuras, crisis y reinvenciones. No necesita ser secuestrado por ningún color político. No es de derechas ni de izquierdas. Es de quien lo sueñe. De quien aún crea que la ficción puede ser un lugar sagrado donde la ideología se diluye y nace otra cosa: el símbolo. El mito. El arte.
Pero para eso, primero habría que dejar de convertir cada película en un campo de batalla moral. Porque si el arte sólo sirve como herramienta para justificar agendas, entonces no es arte: es márketing político. Y eso, al final, no vuela. Solo se arrastra.