Ciudades a cuatro patas: cuando los ladridos mandan y los niños molestan
En algún punto, casi sin darnos cuenta, el perro dejó de ser el leal compañero del hogar para convertirse en heredero simbólico de un lugar que antes ocupaban los hijos y los nietos. Basta observar un parque: donde antaño resonaban carcajadas infantiles, hoy hay cuadrillas de canes jugando bajo la atenta mirada de adultos que se comportan con ellos como padres devotos. Las playas reservan zonas para patas y colas, las calles se han convertido en un mosaico de orines que evoca más a las crónicas medievales que a una ciudad moderna, y las aceras se han poblado de dispensadores de bolsitas higiénicas como si fueran ofrendas a un nuevo culto urbano.

No es un alegato contra los animales, sino una interrogación cultural: ¿cuándo empezamos a delegar en las mascotas lo que significaba criar, cuidar o acompañar? Los ancianos que antes llevaban de la mano a sus nietos pasean ahora con correas, buscando en la mirada húmeda de un perro la ternura que ya no encuentran en visitas familiares cada vez más escasas. Es un espejo incómodo: en el ronroneo complaciente del presente, las ciudades han cedido espacios, prioridades y afectos, quizá para llenar vacíos humanos que nadie quiere nombrar.
La viñeta se convierte así en metáfora: un perro alterado por los gritos de un niño nos recuerda que, en ocasiones, hemos invertido las jerarquías del cuidado. Y quizá, en esa inversión, late tanto nuestra soledad contemporánea como nuestra incapacidad de sostener el ruido vivo y caótico de la infancia.
