Cuerpo, mirada y cine: la carne como plano, cuando el cuerpo proyecta emociones
Hay una frontera invisible, casi táctil, donde el cuerpo en el cine deja de ser simple anatomía para convertirse en lenguaje. Esa frontera es el plano. El encuadre, esa pequeña cárcel de luz y sombra, puede elevar la piel a metáfora, la curva a confesión, el temblor de un músculo a súplica muda. El cine, desde sus orígenes, ha sabido que la carne no solo se muestra: se cuenta, se siente, se escucha en su respiración.
En el cine europeo de los sesenta y setenta —esa edad dorada del erotismo intelectual— el cuerpo fue la gran revolución narrativa. No hacía falta el discurso; bastaba un hombro desnudado o una espalda que se curva bajo el peso del deseo. El último tango en París de Bertolucci, Belle de jour de Buñuel o La maman et la putain de Eustache no enseñaban cuerpos: enseñaban heridas. El desnudo, en esas películas, no era un acto de provocación sino una confesión estética, un modo de volver a la carne como territorio donde se escriben las emociones que el diálogo no alcanza a pronunciar.

Japón, por su parte, fue más lejos: hizo del cuerpo un ritual y una ofrenda. En obras como El imperio de los sentidos de Nagisa Oshima, la piel no es un objeto sino un universo simbólico, un espacio donde el amor se devora a sí mismo en su propia intensidad. La cámara se convierte en un sacerdote que oficia la ceremonia del deseo, y el cuerpo —desnudo, doliente, extático— se erige como el único altar posible. Allí, la carne es la última verdad, la única forma de autenticidad que sobrevive al artificio del mundo.
El cine clásico de Hollywood, en cambio, prefería la insinuación a la exposición. El cuerpo femenino —sofisticado, velado, sugerido— era una promesa, un espectro. Garbo, Dietrich, Monroe: la mirada moldeaba su desnudez sin necesidad de mostrarla. La cámara amaba la sombra que rodeaba su piel más que la piel misma, y en esa contención se gestaba un erotismo más poderoso que cualquier desnudo frontal. El cuerpo era un misterio, no una evidencia.

El cine moderno, sin embargo, parece haber perdido parte de esa alquimia. En una era donde la imagen digital ha hecho del cuerpo un objeto infinitamente manipulable, la carne ha dejado de doler, de sudar, de vibrar. Es la paradoja del siglo XXI: hay más piel en pantalla que nunca, y sin embargo menos carne. Lo táctil se disuelve en el pixel; lo humano, en la corrección cromática. Frente a ello, algunos autores —Claire Denis, Julia Ducournau, Gaspar Noé— resisten: buscan devolverle peso al cuerpo, textura, temperatura. Denis, por ejemplo, en Trouble Every Day o Vendredi soir, filma la piel como si fuera un paisaje lunar: rugosa, cálida, infinita. Ducournau, en Titane o Raw, mezcla el cuerpo y la máquina, el deseo y la herida, devolviendo a la carne su potencial monstruoso.

El cuerpo en el cine, en definitiva, no es solo un objeto de mirada: es un sujeto de emoción. La piel se convierte en superficie de escritura, el gesto en sintaxis, la respiración en puntuación. Cuando el cine alcanza esa pureza, cuando la cámara no “mira” sino que “siente”, el desnudo deja de ser un acto de exposición para convertirse en una forma de revelación.
Porque el verdadero erotismo cinematográfico no está en lo que se muestra, sino en lo que se percibe: en la vibración entre dos cuerpos, en el silencio que precede al roce, en el temblor que anuncia el contacto. En esa breve eternidad que el cine captura cuando la carne, finalmente, se vuelve plano.