Desnuda en la orilla de plata
Orilla de plata
La mujer estaba de pie, desnuda, en el filo de la mañana. El mundo aún no había despertado del todo, y el lago, extendido como un espejo silente, reflejaba la opacidad húmeda de un cielo sin dueño.
Era una fotografía en blanco y negro, sí. Pero el blanco era de leche tibia, y el negro, del lomo de un animal que se esconde en la sombra.
Ella miraba hacia el horizonte, con la barbilla apenas alzada, como quien exige respuestas a la vastedad. Sus pies se hundían en el barro fresco de la orilla, y el agua le rozaba los tobillos con una devoción antigua. No se cubría. No huía del objetivo. Su cuerpo era un manifiesto de tierra y leche, de curvas abiertas como caminos de montaña. Los senos —grandes, generosos, ampulosos como velas de un navío que se resiste al tiempo— flotaban levemente, tensos de vida, orgullosos de su volumen. No eran reclamo ni ornamento, sino centro de gravedad.
El fotógrafo —quizá escondido entre juncos, o tal vez reverente, a varios metros— había pulsado el disparador justo en el instante en que la mujer entrecerraba los ojos ante una brisa leve. Nada era posado. Todo era ceremonia.
En esa imagen, la piel parecía mojada de luz. No de sol, sino de la claridad de algo que no se ve pero se siente: el erotismo sin artificio, la plenitud de un cuerpo que no se ofrece ni se esconde. Una diosa naturista sin nombre, entre el agua quieta y el temblor de un instante eterno.
Y el lago —compañero mudo— la contemplaba, como lo haría un amante que aún no se atreve a tocar.
