El Coto de las Canteras: la “Petra andaluza” donde resuena el eco de civilizaciones perdidas

A escasa distancia del centro monumental de Osuna, esa villa andaluza donde la piedra conversa con los siglos, se esconde —como un secreto apenas susurrado entre los olivos— un enclave de insólita belleza: el Coto de las Canteras. Apodado con justicia como la Petra española, este lugar no es una invención de folletos turísticos, sino una verdadera herida sagrada en la roca, una catedral pagana que la mano humana cinceló con perseverancia y asombro.

Su fachada, de más de doscientos metros de longitud y veinte de altura, se alza como un friso colosal que evoca mitologías perdidas. Tallada en la caliza dorada de la sierra, emerge entre la maleza como si el tiempo, cansado de pasar, se hubiera detenido allí a contemplarse. Los relieves —síntesis visual de culturas íbera, romana y andalusí— parecen signos arcaicos de un alfabeto olvidado, pero cargado aún de resonancias simbólicas.

Más que cantera, este espacio es un santuario esculpido. En su interior, una cavidad de mil quinientos metros cuadrados —oscura, húmeda, envolvente— se transforma en teatro de la memoria: auditorio, sala de exposiciones, templo laico donde se celebra el arte como acto de continuidad con lo sagrado.

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Su historia se hunde en la bruma de los tiempos. Se sospecha que ya en época íbera se extrajo de aquí la piedra que daría forma a la Osuna romana, medieval y barroca. De sus entrañas nació la piedra que levanta palacios, iglesias y la célebre Colegiata, esa arquitectura que parece orar en voz baja al sol de la campiña. Sin embargo, durante décadas el lugar yació dormido, envuelto en maleza, olvidado por una modernidad miope.

Fue a comienzos del siglo XXI cuando un puñado de visionarios, encabezados por el escultor Francisco Valdivia, emprendió su resurrección. La intervención fue un acto de amor antes que de restauración: no se impuso una forma, sino que se escuchó el pulso de la piedra. Valdivia talló nuevos relieves —figuras íbero-romanas, guerreros, matronas, divinidades veladas— no como copias arqueológicas, sino como interpretaciones oníricas que entablan un diálogo fértil con la eternidad mineral.

Hoy, el Coto de las Canteras late con una vitalidad insólita. A su sombra han resonado violines barrocos y quejíos flamencos, versos teatrales y palabras de sabiduría. Sus muros, cómplices de la acústica natural, no requieren artificios: el sonido rebota como si el propio eco quisiera quedarse a escuchar. En sus noches de solsticio o plenilunio, el espacio se convierte en observatorio cósmico, donde la astronomía se funde con la poesía.

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La cantera es ahora también motor de un turismo culto, que no se conforma con lo evidente. A través de rutas que vinculan este enclave con la Universidad de Osuna, la Colegiata o las canteras de El Calvario —famosas por albergar escenas de Juego de tronos—, el viajero descubre no solo un territorio, sino una constelación de significados.

El acceso se realiza mediante visitas concertadas, con un precio simbólico de 3,50 euros y gratuidad para los menores de diez años. El espacio, dotado de zonas de descanso, aparcamiento y accesibilidad plena, acoge cada año a cientos de visitantes que no buscan solo ver, sino comprender.

En un tiempo que avanza hacia lo efímero, el Coto de las Canteras nos recuerda que lo esencial —como la piedra, como la belleza— resiste. Allí, donde las civilizaciones dejaron su aliento, la roca aún canta.

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