El cuerpo de Julia ante las rocas
Hay relatos que no se escriben: se escurren, como el agua salobre entre los dedos. Así es este fragmento —desnudo como su protagonista— donde la carne no es materia, sino un poema contra el tiempo.
Julia bajó por la escollera cuando el sol aún era una moneda ámbar suspendida sobre el horizonte. No llevaba más que su nombre y una determinación silenciosa. El mar, indómito y ancestral, la esperaba con su aliento rancio de sal y sus dedos de espuma vieja. Las rocas —testigos mudos, de filos crueles y musgo tierno— formaban un altar de piedra para el gesto que ella urdía desde el deseo.
Entonces se desvistió. Lo hizo no con premura, sino con una solemnidad pagana, como si cada prenda cayera al suelo en ofrenda a una deidad submarina. No era una entrega al ojo masculino ni una provocación domesticada: era un ritual de poder y de verdad. Julia no se quitaba la ropa: se despojaba de los artificios que la civilización impone sobre el cuerpo femenino. Bajo la luz dorada, su piel tembló un instante, erizada por el contraste brutal entre el viento y el pudor abolido.
La piedra fría recibió su espalda. Allí, tumbada sobre el lomo del mundo, Julia se fundió con el paisaje. Era carne viva contra roca muerta; era grito mudo en medio del oleaje. Cada ola que reventaba cerca hablaba un idioma anterior al lenguaje, una lengua de gemidos minerales y sílabas líquidas. Su cuerpo no era ya un cuerpo: era territorio, relieve, geografía sagrada.
En ese instante, no fue vista, sino mirada por las cosas mismas. El mar, las nubes, los cangrejos ocultos entre grietas… todos parecían guardar una reverencia silenciosa por esa epifanía carnal. Porque Julia no se ofrecía al mundo como objeto, sino como imagen: una imagen viva, absoluta, intransigente. Un cuerpo como manifiesto, como acto de insurrección estética.
Luego, el sol cayó, y con él descendió el telón de lo visible. Julia se levantó, aún húmeda de brisa y de sentido, y se marchó sin mirar atrás, como si supiera que había inscrito algo en la piedra —no con palabras, sino con piel.
Y aunque el mar borró toda huella, las rocas, mudas y tenaces, aún conservan el calor de su gesto.