El regreso de lo sagrado: inteligencia, fe y el cansancio del yo absoluto

Durante décadas, el mundo contemporáneo ha vivido instalado en una certeza casi dogmática: creer era una forma suave —y socialmente aceptada— de ignorancia. La fe, relegada a la superstición, quedó arrinconada como un residuo premoderno, incompatible con la inteligencia, el progreso o la lucidez crítica. Pensar era dudar de Dios; ser moderno equivalía a prescindir de cualquier misterio. El ser humano, envalentonado por la ciencia y seducido por el espejo del yo, se proclamó centro y medida de todas las cosas. Y sin embargo, algo empieza a resquebrajarse.

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Cuando Sigourney Weaver confiesa que de niña deseaba ángeles guardianes, no está hablando de religión en sentido estricto, sino de una intuición ancestral: la necesidad de que exista algo que nos trascienda, algo que cuide, que ordene, que dé sentido al caos. No es una actriz hablando desde la ingenuidad, sino desde la conciencia adulta de que el universo —por muy explicado que esté— no agota su significado en fórmulas. No se declara devota, pero sí conectada con lo divino. Y esa matización es clave: la fe contemporánea ya no se articula como obediencia, sino como búsqueda.

No es casual que Rosalía, uno de los iconos culturales más influyentes de la última década, haya construido un álbum entero atravesado por la pregunta espiritual, por el camino de Dios entendido no como doctrina, sino como tránsito interior. Tampoco es anecdótico que Domingos, una película que reflexiona sobre la fe sin ironía ni cinismo, se haya convertido en uno de los grandes éxitos del cine español reciente. El público, ese termómetro silencioso, parece estar pidiendo algo más que entretenimiento: pide sentido.

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Durante años, el relato dominante fue claro y arrogante: la ciencia sustituía a Dios, la razón anulaba el misterio y el individuo se bastaba a sí mismo. El problema es que ese modelo ha producido un sujeto hipertrofiado y agotado. El yo como único dios es una carga insoportable. Ser el centro del universo implica también ser responsable de todo: del éxito, del fracaso, del dolor y de la culpa. La fe, expulsada del discurso intelectual, reaparece ahora como una forma de alivio ontológico, no como huida, sino como comprensión de los propios límites.

El complejo de inferioridad intelectual asociado a creer empieza a resquebrajarse por una razón muy simple: la ciencia más avanzada ha dejado de ser soberbia. Cuanto más se investiga el origen del universo, la conciencia o el tiempo, más evidente resulta que el conocimiento no elimina el misterio, sino que lo profundiza. No es casual que físicos, matemáticos y cosmólogos empiecen a hablar —con prudencia, pero sin vergüenza— de una inteligencia superior, de un orden, de una conciencia cósmica o de una dimensión que no puede reducirse a materia medible. No todos la llaman Dios. Pero la palabra ya no incomoda tanto.

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La fe, entendida no como dogma sino como intuición de sentido, siempre ha ido ligada a la inteligencia. Las grandes civilizaciones, los mayores pensadores y los artistas más lúcidos nunca separaron del todo razón y trascendencia. Fue la modernidad tardía la que confundió descreimiento con lucidez, y espiritualidad con debilidad. Hoy empezamos a entender que pensar no consiste solo en desmontar, sino también en integrar.

Quizá no estemos asistiendo a un retorno religioso en términos clásicos, sino a algo más profundo y menos visible: el regreso de la pregunta por lo sagrado como signo de madurez cultural. Después de explorar hasta el agotamiento el culto al yo, el ser humano parece volver, casi sin darse cuenta, al inicio de todo. A ese lugar donde la inteligencia no se opone a la fe, sino que la necesita para no convertirse en una máquina brillante y vacía.

No es una regresión. Es una espiral. Y en esa espiral, la fe vuelve no como imposición, sino como posibilidad. Como siempre lo ha sido.

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