El televoto político en Eurovisión: reflejo de una guerra civil sentimental
El televoto político en Eurovisión: reflejo de una guerra civil sentimental
La reciente edición del festival de Eurovisión ha vuelto a encender no solo los focos del kitsch europeo y la euforia performática, sino también una vez más las brasas, nunca del todo apagadas, de la fractura ideológica en España. Este año, el televoto español otorgó la máxima puntuación —12 puntos— a Israel, y 10 puntos a Ucrania, dos países cuya presencia en el certamen trasciende el ámbito estrictamente musical para situarse en el epicentro de la geopolítica contemporánea. La disposición de estas puntuaciones no es casual, y lo que a primera vista podría parecer una inclinación sentimental o una empatía humanitaria colectiva, revela —bajo la lente de una lectura más sutil— un síntoma inequívoco: en España, incluso el voto lúdico de Eurovisión es un campo de batalla ideológico.
El escenario europeo como espejo simbólico
Eurovisión, desde sus inicios en 1956, ha sido un teatro donde Europa se representa a sí misma, donde los himnos pop son también proclamas de identidad, y donde el sistema de votaciones permite cartografiar afectos, afinidades y alianzas. En este escenario, el televoto —esa modalidad de sufragio popular y directo— se convierte en una suerte de plebiscito emocional de los pueblos. Pero en el caso español, esa emoción está atravesada por una historia de disensiones internas que tiñe incluso lo más banal de un dramatismo político involuntario.

Israel y Ucrania, en este 2025, no han sido simplemente países en concurso. Han sido símbolos. Israel, inmerso en un conflicto cada vez más polarizante, se ha convertido en emblema de la narrativa occidental conservadora: defensa, soberanía, firmeza ante el enemigo. Ucrania, por su parte, mantiene su aura de víctima heroica ante una invasión brutal, y ha sido abrazada por una izquierda internacional que ve en ella la resistencia del pueblo frente al imperialismo agresor.
La España que vota a Israel con un 12 parece movilizada por una sensibilidad alineada con la derecha geopolítica, que interpreta la política internacional como un conflicto de civilizaciones. La España que reserva su 10 para Ucrania actúa desde una compasión articulada en términos de lucha social, derechos humanos y anticolonialismo. Así, el voto no responde únicamente a una canción, una coreografía o un carisma, sino a un imaginario político activado desde los salones domésticos. Y este imaginario, como todo en España, no ha superado la dicotomía atávica de «rojos» contra «azules».
Una guerra civil estética y sentimental
La cultura política española arrastra desde hace más de un siglo una inclinación al binarismo radical. Lo que en otros países se tramita como diferencia ideológica, en España se dramatiza como antagonismo civilizatorio. En este contexto, el acto de votar en Eurovisión, lejos de ser un gesto trivial, se transmuta en metáfora: en España no hay tregua ni en lo simbólico. Ni siquiera en el voto popular a una canción.

Mientras los países escandinavos premian la modernidad formal, mientras Europa Central recompensa la sofisticación vocal o escénica, el público español parece votar con un corazón educado en la trinchera. La televisión se convierte así en un escenario donde se representan los viejos demonios de la nación, y Eurovisión es apenas un pretexto para reescenificar la España dividida. Lo que se esperaba como una fiesta pop transnacional, en nuestro caso adquiere ribetes de referéndum doméstico sobre los conflictos del mundo y los odios íntimos del país.
¿Es eurovisión un acto político?
La pregunta no es nueva. Desde la victoria de Conchita Wurst hasta los abucheos a Rusia en 2014, Eurovisión ha sido constantemente atravesado por pulsos ideológicos. Pero lo particular del caso español no es que se vote políticamente —eso lo hacen todos los países, de algún modo—, sino que se vote con una herida histórica aún abierta. No se trata aquí de geopolítica, sino de psicoanálisis colectivo. España, incapaz de resolver su fractura interna por vías institucionales o educativas, encuentra en cualquier superficie de lo social una ocasión para repetir su trauma fundador.
Así, los doce puntos a Israel no son tanto una declaración internacional como una interpelación interna: son la España que quiere sentirse segura, fuerte, resuelta, frente a la España que quiere reconciliarse con el dolor ajeno. Los diez puntos a Ucrania no son solo solidaridad: son también nostalgia de una moral antifascista, de una causa justa. Cada puntuación es una proyección, una transferencia, un susurro de identidad. Lo que se disputa no es solo el gusto musical, sino el relato del mundo. Y cada español, al votar, elige no solo su canción favorita, sino su lugar en el mapa moral de Europa.
Epílogo: la estética como campo de batalla
El problema, si lo hay, no es que los españoles voten políticamente. El problema es que no sepan que lo hacen. Que crean que están eligiendo una melodía pegajosa o una puesta en escena convincente, cuando en realidad están eligiendo —inconscientemente— un modelo de nación, una idea de justicia, un enemigo simbólico.
Eurovisión, en España, no es un espectáculo pop. Es un ritual. Un psicodrama colectivo. Un espejo de nuestra incapacidad para el matiz y la reconciliación. Y mientras otros países celebran su diversidad a través del sonido, nosotros seguimos buscando en el televisor la trinchera que nunca supimos cerrar.