El VHS digital: el exquisito fracaso de un formato adelantado a su tiempo
En la historia de los formatos de vídeo doméstico, suele recordarse con nitidez la contienda entre el VHS y el Betamax como el primer gran enfrentamiento por la hegemonía del mercado. Sin embargo, mucho antes de aquella batalla, ya se habían gestado experimentos notables, como el caso del Cartrivision: un sistema de cintas cuadradas lanzado en 1972 que permitía tanto la reproducción como la grabación de contenidos, y que, ajustado a la inflación actual, alcanzaba un precio equiparable a los diez mil euros. Este dispositivo incluso anticipó el concepto de videoclub por correspondencia, permitiendo a los usuarios solicitar títulos como el puente sobre el río Kwai o el hombre tranquilo, que se les enviaban a domicilio para luego ser devueltos—aquella idea sería retomada décadas después por Netflix, con resultados ampliamente conocidos.

Sin embargo, en el panteón de los formatos caídos en el olvido, pocos ejemplifican con tanta claridad las contradicciones de la industria tecnológica como el D-VHS. A pesar de sus innegables virtudes técnicas, su paso por el mercado fue tan breve como ignoto.
Una «D» que significaba distinción
Corría el año 1997. El mercado parecía inclinarse, sin ambages, hacia los soportes ópticos: el compact disc ya había desplazado al casete, el DVD comenzaba a difundirse en Japón con precios prohibitivos, y la PlayStation había desbancado los cartuchos en el mundo de las consolas. En tal contexto, el VHS se percibía como un vestigio anticuado, destinado a desaparecer. No obstante, la compañía JVC decidió apostar por un formato de transición que buscaba reivindicar la cinta magnética: nació así el VHS digital, o D-VHS.

Este nuevo estándar utilizaba el mismo tipo de casete que su antecesor, pero ofrecía una calidad de imagen muy superior, capaz de mostrar e incluso grabar contenido en alta definición. Mientras el DVD apenas alcanzaba una resolución de 480p, el D-VHS ofrecía una impresionante definición de 1080i, situándose tecnológicamente muy por encima de sus competidores. Su arquitectura permitía además grabar directamente desde la televisión por cable sin necesidad de conversión analógica, lo cual suponía una fidelidad visual extraordinaria.
No obstante, esta excelencia técnica fue también su maldición.

Un fracaso anunciado por la ceguera del mercado
A pesar de ser, en muchos aspectos, el formato más avanzado de su tiempo, el D-VHS naufragó por motivos tan antiguos como previsibles. En primer lugar, su concepción surgió en un momento en el que la mayoría de las emisiones televisivas aún no se realizaban en alta definición, lo que tornaba superfluas sus virtudes a ojos del consumidor medio. En segundo lugar, su manejo era complejo, su precio elevado, y el contenido disponible, escaso. Aunque se lanzaron películas en cintas D-Theater con una calidad de imagen superior al DVD, los estudios como Warner o Sony optaron por no apoyar un formato que consideraban una amenaza a sus nuevas líneas de negocio, ya centradas en el disco óptico.
Además, el sistema de protección DRM (Digital Rights Management) resultó excesivamente restrictivo. Impedía al usuario trasladar o convertir sus grabaciones, exigiendo el uso exclusivo de los reproductores D-VHS, que eran costosos y, para colmo, heterogéneos entre sí. Paradójicamente, en su afán por proteger el contenido, la industria ahogó la experiencia del usuario.

El epitafio de una promesa incumplida
Así, entre la incomprensión del público general, el desinterés de los grandes estudios y la irrupción de modelos más ágiles y económicos como el DVD por correo promovido por Netflix, el D-VHS fue condenado al ostracismo. Su fabricación cesó oficialmente en 2006, justo cuando comenzaba a emerger el HD-DVD, que a su vez sería derrotado por el Blu-ray en otra fugaz guerra de formatos.
El D-VHS permanece como una nota al pie en la historia del audiovisual doméstico: un formato que, en su momento, ofrecía una calidad inalcanzable, pero cuya sofisticación fue incomprendida, desoída y, en última instancia, sepultada por el devenir implacable de la industria y la tiranía de las modas tecnológicas.