La gran mentira de los Oscars actuales: crónica de una rendición cultural
Oscars sin cine: crónica de una rendición cultural
Hubo un tiempo —no tan lejano— en que el nombre de los premios Oscar convocaba algo más que simples aplausos, estadísticas de audiencia o titulares color pastel. Convocaba una liturgia. Era el acto consagratorio de una industria que, con todos sus excesos, encontraba un momento al año para mirarse en el espejo del cine como arte. Sin embargo, esa ceremonia, antaño sagrada, ha devenido en una función vacía donde la imagen del celuloide ha sido sustituida por la sombra espectral de lo políticamente correcto, el gesto impostado y la consigna hueca.
La reciente noticia de que la Academia obligará a sus miembros a ver las películas nominadas para poder emitir su voto —una obviedad transformada en medida revolucionaria— no revela el despertar de una conciencia artística sino, paradójicamente, el grado de abismo en que ha caído la institución. ¿Cómo hemos llegado al punto en que resulta necesario recordar a quienes se autodenominan jueces del cine que han de ver las obras que evalúan? Esta absurda anécdota, que parece sacada de una sátira de Billy Wilder, revela el derrumbe de un sistema que ha dejado de premiar películas para premiarse a sí mismo como aparato ideológico.
Porque lo esencial ya no es la mirada cinematográfica, ni la audacia estética, ni siquiera la emoción narrativa. Hoy lo urgente es cumplir cuotas simbólicas, asegurar la visibilidad de ciertas causas, garantizar que el relato ideológico del momento se refleje en cada plano, en cada galardón. El arte, ese torrente de contradicción y misterio, ha sido subordinado a una pedagogía sin alma.

No se trata de negar el valor de las luchas sociales, ni de cerrar los ojos ante las desigualdades históricas que el cine también debe interpelar. Se trata, más bien, de recordar que el arte no es un apéndice del activismo ni del algoritmo. El arte no educa; conmueve. No adoctrina; cuestiona. No instruye; arde. Y cuando se le obliga a convertirse en panfleto, lo que queda no es política ni justicia, sino propaganda sin nervio.
Los Oscar, al parecer, ya no buscan distinguir lo mejor del cine, sino lo más ejemplar en términos de corrección pública. La figura del creador ha sido sustituida por el perfil de «agente ético», y el criterio artístico, por una especie de hoja de cálculo moral en la que se puntúan etnias, géneros, procedencias, discursos y alineamientos ideológicos. Bajo la apariencia de nobleza, se ha instaurado una inquisición suave: no importa cómo se dice, sino qué se dice y desde dónde. El resultado es un catálogo de filmes que rara vez perviven en la memoria del espectador, porque han sido elegidos no por su potencia narrativa sino por su adecuación al programa simbólico del año.
La reciente introducción de una categoría como la de “Logro en Dirección de Casting” es una muestra más de esta mutación institucional. No porque tal oficio carezca de mérito —al contrario, el arte de elegir un rostro es fundamental— sino porque su inclusión responde no tanto a una necesidad artística como a un intento de democratizar, de atomizar el reconocimiento hasta diluirlo. Como si el prestigio tuviera que ser parcelado, repartido, redistribuido, hasta vaciarse de sentido.
A esto se suma la ambigua y oportunista relación de la Academia con la inteligencia artificial. En lugar de posicionarse con firmeza frente a una herramienta que amenaza la noción misma de autoría, se delega en los miembros la tarea de discernir si “hubo un ser humano en el centro del proceso creativo”. ¿No es esto una forma sutil de capitulación? ¿No equivale a abrir la puerta a la deshumanización de la obra en nombre de la modernidad?
Todo esto acontece, además, en medio de un paisaje desolador: el desprestigio popular de los premios, la desafección del público, el descenso de las audiencias y la sensación creciente de que los Oscar han dejado de ser una brújula cultural para convertirse en un ritual sin fe. Ya no se busca premiar la obra que definirá una generación, sino legitimar a través del cine una narrativa hegemónica, por lo general banal y sin riesgo.
Y mientras tanto, las películas verdaderamente memorables —las que desestabilizan, las que incomodan, las que hacen tambalear la conciencia— quedan fuera del panteón oficial. Porque lo radical, lo inasible, lo ambiguo, ya no tiene cabida en una gala diseñada para no molestar a nadie, para no fallar en la lección de ciudadanía moral que exige el minuto televisivo.
El cine, si quiere seguir siendo cine, debe volver a arder. Y los Oscar, si desean recuperar algo de su antigua dignidad, deberán comprender que no se honra al séptimo arte transformándolo en un folleto, ni domesticándolo al gusto del algoritmo moral. Porque mientras la Academia se pierde en formularios, filtros y formularios de inclusión, el arte verdadero —como siempre— seguirá naciendo donde nadie mira.