“La isla de la muerte” (1969) de Jesús Franco: erotismo, hipnosis y transgresión sensorial en un delirio de celuloide
“La isla de la muerte” (1969) de Jesús Franco: erotismo, hipnosis y transgresión sensorial en un delirio de celuloide
En el contexto del cine europeo de finales de los años sesenta, cuando las fronteras entre el erotismo, el terror y lo fantástico se tornaban cada vez más difusas, La isla de la muerte —dirigida por Jesús Franco en 1969 y conocida también como el sadico de Notre-Dame o La isla de los muertos vivientes dependiendo de la edición— se impone como una pieza clave en la mitología del cine de explotación ibérico, donde lo espectral y lo carnal se dan la mano en una atmósfera húmeda, narcótica y perturbadora.

Jesús Franco, cineasta inclasificable y prolífico hasta el vértigo, escapa aquí de las convenciones del relato lógico para sumergirse en una deriva onírica donde los cuerpos femeninos, la decadencia colonial y los rituales de muerte conforman un mosaico de imágenes alucinadas. La isla en cuestión se presenta como un espacio liminal, un territorio fuera del tiempo que responde más a una topografía del deseo que a un lugar físico.
Lo que destaca en La isla de la muerte no es tanto su argumento —una expedición que llega a una isla maldita donde se suceden fenómenos macabros— sino su apuesta por una puesta en escena sugerente, donde los planos se dilatan y las escenas eróticas cobran un protagonismo inquietante, no exento de un cariz necrofílico, vampírico y ritual. El erotismo en Franco nunca es gratuito: es, ante todo, una forma de hechizo visual, un lenguaje propio que subvierte la lógica narrativa para imponer la delirio y el trance.

El atrevimiento del film reside en su indiferencia a las normas morales de la época. En un momento en que el cine español aún estaba asfixiado por la censura franquista, Franco —gracias a las coproducciones europeas— se permite introducir desnudos frontales, escenas de lesbianismo, tortura fetichista y referencias religiosas desacralizadas. Pero más allá del escándalo superficial, el film se revela como una elegía por lo prohibido, un canto sombrío al placer y al castigo como caras inseparables de la misma moneda.
La cámara de Franco, febril y nerviosa, se adhiere a los cuerpos como un insecto morboso, y su montaje, a veces caótico, obedece a una lógica interior que remite al cine de trance, al expresionismo deudor de Jean Rollin o incluso al Buñuel más perverso. Si bien el presupuesto es reducido y algunos actores rozan lo amateur, esto no hace sino potenciar la sensación de estar ante un objeto cinematográfico maldito, donde el artificio no oculta sino que exacerba el deseo.

La isla de la muerte no busca ser verosímil ni racional; su aspiración es otra: penetrar en el subconsciente del espectador, seducirlo y asfixiarlo en una sinfonía de muerte, sexo y locura que recuerda, por momentos, a los grabados de Goya y al teatro cruel de Artaud. En este sentido, es una obra limítrofe, profundamente sensorial, que rehúye la etiqueta de “cine de género” para convertirse en cine de atmósfera, de cuerpo y de abismo.
Crítica: lo sacrílego y lo sensorial en la isla de la muerte
La isla de la muerte es una experiencia cinematográfica más cercana al delirio que al relato. Jesús Franco, en uno de sus ejercicios más estilizados y libres, convierte lo que podría haber sido una simple historia de horror exótico en un poema visual sobre la decadencia del cuerpo y la atracción fatal de la muerte.

Lo que más impresiona del film no es la coherencia narrativa —prácticamente inexistente— sino su capacidad para generar climas, para sostener una tensión erótica constante que no se resuelve sino en la aniquilación. El erotismo aquí no es decorativo, sino estructural: cada gesto, cada plano ralentizado, cada respiración de las actrices remite a un universo donde el placer es inseparable del peligro.
Franco filma los cuerpos como si fueran paisajes de un mundo terminal. Las pieles brillan bajo luces azuladas, los ojos se desorbitan, los gemidos se confunden con el lamento del viento o el rumor del mar. Hay una musicalidad perversa en todo el film, como si estuviéramos asistiendo a un réquiem por la razón, por la civilización, por la vida misma.

La actuación es desigual, como suele ocurrir en la filmografía de Franco, pero no importa: la expresividad del conjunto se impone a la falta de técnica individual. Las mujeres son musas y víctimas, sacerdotisas de un rito oscuro que las consume y las eleva a la vez. La isla, como símbolo, es un útero fúnebre del que nadie escapa indemne.
Desde un punto de vista técnico, es cierto que el film padece de algunos excesos: zooms arbitrarios, cortes bruscos, efectos sonoros reiterativos. Pero esa imperfección es también su mayor virtud: le da una textura rugosa, palpable, que refuerza su cualidad de objeto maldito, impuro, nacido en los márgenes del sistema industrial.

En definitiva, La isla de la muerte es cine erótico, sí, pero también cine hipnagógico, donde la sensualidad se confunde con la amenaza y el deseo con la condena. Una obra extrema, imperfecta, profundamente libre. Como todo lo que nace del exceso, no deja indiferente.