La oración como lenguaje del alma: una defensa de la fe como vía de comunión con lo trascendente

Desde el instante en que el ser humano, aún envuelto en la bruma primigenia de su despertar consciente, percibió su soledad en medio del universo, comprendió también que debía hablar. No sólo con el prójimo inmediato, no sólo para sobrevivir y tejer las redes de la tribu, sino para alzar la voz hacia lo inexplicable, hacia aquello que lo sobrepasaba. Así nació el lenguaje, no sólo como instrumento de comunicación horizontal, sino también como un intento vertical de enlace con lo invisible. La religión —en cualquiera de sus formas— es, en este sentido, una lengua más, quizás la más alta y refinada de todas: un idioma del alma que busca entablar diálogo con lo eterno, con lo divino, con lo desconocido.

Las religiones son tantas como las culturas que han poblado el mundo. Desde las complejas teogonías hindúes hasta la sobriedad del monoteísmo abrahámico, pasando por las visiones chamánicas de los pueblos originarios o los refinados sistemas morales del budismo, todas ellas han articulado una manera de hablar con Dios, o con aquello que, sin nombre fijo, representa la trascendencia. Y en el núcleo de ese lenguaje se halla la oración, gesto antiguo como el fuego, humilde como el barro, pero poderoso como el trueno. La oración no es un ritual vacío ni una superstición arcaica: es un acto comunicativo, una gramática del espíritu. Así como el español o el chino nos permiten tender puentes con nuestros semejantes, la oración nos permite tender puentes hacia lo sagrado.

Podría decirse que la primera función del lenguaje fue la de evitar el conflicto: si los seres humanos no hubiesen aprendido a hablar, la violencia habría sido la única forma de resolver las tensiones. Para convivir fue necesario hablar, dialogar, suplicar, persuadir. Para convivir con Dios, o con su ausencia, también fue necesario hacerlo. El acto religioso no nace del deseo de dominar o someter —acciones que no requieren lenguaje—, sino del anhelo de comprender, de acercarse, de amar. Toda religión, al igual que todo lenguaje, es un sistema simbólico destinado a crear comunidad, y a permitir el tránsito de lo humano hacia lo divino. En ese tránsito, la oración es el vehículo más puro: un poema sin métrica, un canto sin partitura, pero dotado de una fuerza inconmensurable.

Learning-how-to-pray-for-beginners-FB-1-1024x576-1 La oración como lenguaje del alma: una defensa de la fe como vía de comunión con lo trascendente

Así, cada pueblo ha hablado con Dios en su propio idioma, ha inventado sus mitologías y sus salmos, ha levantado sus templos como gramáticas de piedra, ha encendido inciensos y repetido mantras como fonemas del misterio. Lo sorprendente no es que las religiones difieran entre sí, del mismo modo que sorprende poco que el euskera y el quechua sean lenguas distintas. Lo admirable es que todas, sin excepción, parten de una necesidad idéntica: establecer una comunión con lo inalcanzable, pronunciar lo impronunciable, nombrar aquello que es anterior al nombre.

Por ello, atacar la religión desde la lógica del conflicto es no haber comprendido su origen profundo. Las religiones —cuando no son instrumentalizadas por los intereses del poder— no promueven la guerra, sino la unidad. Hablan, cada una en su dialecto sagrado, de un amor que trasciende la materia, de una paz que no depende de tratados políticos, sino de la armonía entre el ser humano y su entorno, entre el cuerpo y el espíritu. La oración, en su esencia, no es nunca violenta. Nadie reza para herir; se reza para sanar, para pedir, para agradecer, para reconocerse en la fragilidad y en la esperanza.

En un mundo cada vez más ruidoso, donde las palabras se gastan en el grito, el insulto o la consigna, la oración aparece como un lenguaje subversivo por su suavidad, revolucionario por su ternura. Reivindicar la fe no es un gesto de fanatismo, sino de humildad intelectual y emocional. Es reconocer que, más allá de las fórmulas científicas y de los sistemas filosóficos, existe en el ser humano una necesidad irreductible de elevarse. Y esa elevación no se alcanza por la fuerza, sino por la palabra, por el canto, por el silencio habitado de la plegaria.

En definitiva, la religión, en cualquiera de sus formas, no es más que el intento del hombre de hablar con el cielo. No para poseerlo, sino para comprenderlo. Y la oración es el idioma de ese intento: tan diverso como la humanidad misma, tan constante como su sed de sentido. En un tiempo de fragmentación, recordar que todas las religiones son lenguas de amor —y no de odio— podría ser el principio de una nueva gramática de la paz.

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