Ladrones: la tiara de santa Águeda, cuando el vacío se disfraza de serie

Ladrones: la tiara de santa Águeda, cuando el vacío se disfraza de serie

Netflix bajo la piel de Disney+ lo ha vuelto a hacer. Ha empaquetado un producto patrio con lazos estadounidenses, le ha añadido una pizca de acción low cost, cuerpos esculpidos al milímetro y un humor de plastilina que parece salido de un taller de reciclaje de gags de serie barata. El resultado lleva por nombre Ladrones: la tiara de santa Águeda, un intento de thriller cómico que no tiene ni el peso de la tiara ni la gracia de los ladrones. Lo que sí tiene, y en abundancia, es el aroma sintético de la ficción prefabricada.

El desfile de protagonistas parece sacado de un catálogo de gimnasio premium: torsos que brillan más que las joyas robadas, abdominales que tienen más relieve que el guion. La serie apuesta, sin el menor pudor, por la belleza muscular como moneda narrativa, como si la simple presencia de cuerpos perfectos pudiera maquillar la absoluta ausencia de alma cinematográfica.

El humor, que pretende ser desenfadado, es en realidad un naufragio de gags prestados, una antología de chistes que ya fueron malos cuando los vimos en otras series que ahora Netflix guarda en sus sótanos de relleno. Aquí se reciclan sin rubor, como si la audiencia no pudiera distinguir entre un destello fresco y un eco rancio. La comedia no nace, se impone; no fluye, tropieza; no seduce, cansa.

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La fotografía es otro de esos crímenes que esta serie comete con alevosía. Digital, plana, sin texturas, sin sombra ni misterio. La cámara parece incapaz de enamorarse de sus propios planos. Todo es genérico, estéril, con ese acabado de serie rápida, sin profusión, sin cariño, como si lo importante fuera llenar el calendario de estrenos y no la pantalla de belleza.

Y las escenas de acción, ay, esas secuencias donde el CGI barato brota como una cicatriz mal curada, nos recuerdan que el presupuesto no siempre es la solución, pero aquí ni el poco dinero ni la poca imaginación consiguen salvar la puesta en escena. Explosiones de videojuego de hace dos generaciones, persecuciones sin vértigo, coreografías que solo logran coreografiar la indiferencia.

La dirección es aún más alarmante. Surge de ese reciente vivero de directores a los que Netflix y ahora Disney+ ha regado sin criterio, una cantera que parece haber surgido del mayor pozo de ignorancia fílmica que ha conocido el séptimo arte. Directores que no dialogan con la historia del cine, que no beben de sus fuentes, que no han mirado nunca a Hawks, ni a Melville, ni siquiera a McTiernan. Gente que rueda como quien graba un tutorial de cocina exprés.

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Ladrones: la tiara de santa Águeda es la culminación de una tendencia peligrosa: la ficción que se produce en serie como si se fabricaran galletas insípidas, donde lo esencial no es contar, ni emocionar, ni explorar, sino ocupar catálogo y llenar scroll. Esta serie no busca ser recordada; busca ser vista en piloto automático y olvidada en el mismo gesto.

Frente a esta dictadura de la superficie, uno solo puede abrazar la resistencia de lo artesanal, de lo imperfecto pero honesto, de las historias que se cocinan a fuego lento y no en microondas industriales. Porque el verdadero ladrón aquí no es el protagonista musculado: es la serie misma, que nos roba el tiempo y, peor aún, la fe en que las plataformas aún puedan ofrecernos algo más que espejismos.

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