Margot Robbie y su desnudo: la carne y el capital: anatomía de una diosa en tiempos de excesos
la carne y el capital: anatomía de una diosa en tiempos de excesos
Hay un momento en El lobo de Wall Street que no se olvida, no por obsceno, sino por revelador: Margot Robbie, como Naomi Lapaglia, desnuda su cuerpo ante la cámara con la frialdad estratégica de quien domina el tablero. No es erotismo barato; es guerra estética. El cuerpo, aquí, no seduce: negocia, controla, aniquila.
El plano —luminoso, calculado, de una limpieza casi quirúrgica— convierte el desnudo en declaración de poder. Robbie no es objeto, es arma: una Afrodita de Long Island, envuelta en acento de seda y uñas de oro, que utiliza su piel como divisa en el mercado de la testosterona desbocada. Scorsese, que nunca filma sin doble fondo, encuadra ese cuerpo como un templo profanado por el capital: sagrado, pero ya en bolsa.

El momento no es solo memorable por su carga sexual —aunque la tiene, y mucha— sino porque condensa en unos segundos toda la lógica del film: cuerpos como bienes, placer como estrategia, deseo como campo de batalla. El desnudo de Robbie es el equivalente visual del esnifado de cocaína sobre carne viva, del dinero volando como confeti maldito. Un cuerpo convertido en símbolo y síntoma del tiempo.
Y sí, Margot Robbie está deslumbrante. Pero más que su belleza, lo que arde en ese plano es su lucidez: la consciencia de estar mostrándose no para complacer, sino para gobernar. Porque en el mundo de Belfort, el capital no tiene moral. Pero el cuerpo, cuando se emancipa, puede ser revolución.
