Por qué Amenaza en la sombra alberga la más refinada y perturbadora escena de sexo jamás filmada
La película de 1973 dirigida por Nicolas Roeg, Amenaza en la sombra (Don’t Look Now), es difícil de clasificar. Parte terror, parte tragedia, parte misterio, sigue a Donald Sutherland y Julie Christie como John y Laura Baxter, un matrimonio británico que viaja a Venecia tras la muerte repentina de su hija pequeña, con el fin de que John pueda colaborar en la restauración de una antigua iglesia. Allí conocen a una anciana que asegura que la niña intenta comunicarse con ellos desde el más allá; Laura, atrapada en su duelo, convierte ese mensaje en esperanza, mientras que John, incrédulo ante la vidente, comienza a sufrir sus propias —y terroríficas— visiones.
La película es célebre por su innovador uso del montaje y por los motivos visuales que recorren la narración. El color rojo —el tono del impermeable que llevaba la niña cuando murió— aparece casi en cada encuadre, y las visiones de John anticipan un ejemplo temprano de “montaje de precognición”, en el que el futuro se filtra en destellos diseminados a lo largo del filme.
Otro elemento por el que Amenaza en la sombra ha pasado a la historia es por una escena de sexo infame entre los Baxter que tiene lugar a un cuarto del metraje. Su franqueza escandalizó a los organismos de calificación: en Estados Unidos obtuvo una R y en el Reino Unido un certificado X. La polémica se recrudeció cuando surgieron rumores de que la escena estaba rodada sin simulación. En 2011, el productor Peter Bart avivó el fuego al afirmar en sus memorias —Infamous Players: A Tale of Movies, the Mob (and Sex)— que había estado en el rodaje y que “estaban follando ante la cámara”. Dado el tono sensacionalista de su libro, quizá no sorprende que quisiera condimentarlo con algo de morbo; pero según todos los implicados en la película no hay nada de cierto en ello. Solo Christie, Sutherland, Roeg y el director de fotografía Anthony Richmond estaban presentes durante la toma y negaron rotundamente tal afirmación.

La razón por la que surgió la sospecha es simple: la escena es extraordinariamente íntima. Ocurre después de que la pareja haya pasado el día recorriendo Venecia, y tras el primer encuentro de Laura con la anciana. Aunque han estado juntos, hay entre ellos una distancia tímida, un leve desajuste emocional fruto del duelo que arrastran; siguen queriéndose, pero sus almas avanzan a ritmos distintos. Al volver al hotel, John se ducha y Laura se baña. En ese baño compartido se muestran cómodos desnudos, como dos personas que llevan toda una vida juntas y ya no sienten ni pudor ni urgencia automática ante el cuerpo del otro.
Luego, ya en la cama, leen el periódico. Laura está vestida, John sigue desnudo. Cuando ella le roza suavemente la espalda con los dedos, él comienza a desvestirla. Lo que sigue ocupa más de tres minutos y, según Sutherland, se rodó en tomas de 15 o 20 segundos, con Roeg indicando la nueva posición tras cada corte. En lugar de mostrar la escena desde un punto de vista distante, como si el espectador estuviera contemplando la cama desde un rincón, la cámara se sitúa con la pareja, recorriendo fragmentos de sus cuerpos con una mirada que se siente privada, no voyeurística.
Pero lo que convierte esta escena en la mejor representación del sexo en la historia del cine es el montaje: Roeg intercala esos momentos de intimidad física con planos del matrimonio vistiéndose después.

Es una de las pocas ocasiones en el filme donde el montaje de precognición se emplea para expresar calidez y ternura, y no presagio o tragedia. Incluso en otras películas que utilizan este estilo —como El resplandor o La llegada— la finalidad suele ser inquietar. Aquí, en cambio, una secuencia de apenas tres minutos revela, de un modo inaccesible para el diálogo, la comodidad mutua y la ternura persistente entre John y Laura, a pesar de que no logran verbalizar el peso del duelo.
A ello contribuye el diseño sonoro. No hay jadeos ni sábanas agitadas: solo las notas suaves y melancólicas de un oboe, acentuando la intimidad cerrada de la escena.
Más de medio siglo después, esta secuencia sigue siendo insólita. Durante décadas, el cine prohibió explícitamente el sexo en pantalla, y cuando el Código Hays cayó a finales de los sesenta, muchos directores se apresuraron a provocar mediante imágenes tan lascivas como fuera posible. Hoy, con la obsesión creciente por la belleza irreal y la fantasía higienizada, la mayoría de escenas sexuales continúan dominadas por una estética pulida, edulcorada, completamente inverosímil.

Por el contrario, otros cineastas intentan escandalizar mediante lo explícito, incluso recurriendo a escenas no simuladas. Y, aunque tiene sus méritos, incluso una película como Pobres criaturas de Yorgos Lanthimos acaba utilizando el sexo como entrenamiento narrativo o como gag, no como revelación emocional: un breve paréntesis para añadir un poco más de su habitual absurdo.
Frente a todo ello, la escena sexual de Amenaza en la sombra permanece —y tristemente continúa siéndolo— tan subversiva hoy como hace 50 años. No busca el morbo ni la conmoción. Cumple una función dramática esencial.
Como las canciones en un musical, expresa aquello que no cabe en el diálogo ni en la acción literal. En Amenaza en la sombra, la secuencia es explícita e impresionista a la vez: un mapa de cómo puede usarse el sexo cinematográficamente para revelar capas de los personajes y de la propia historia que ni el mejor guion podría abarcar.
La verdadera tragedia, quizá, es que ningún otro cineasta ha logrado alcanzar ese listón desde entonces.
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