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La industria del cine y las curiosas “casualidades” que desafían la lógica matemática

El cine, esa forma artística que en su esencia busca reflejar la vida y sus matices, parece haberse convertido en el escenario de algo que trasciende lo puramente estético o narrativo: la sincronización sospechosa entre las dinámicas sociales, políticas y culturales del momento y la concesión de premios y reconocimientos. En los últimos años, la industria ha mostrado un patrón que parece responder más a los vientos del contexto que a la evaluación rigurosa de la calidad artística. Esto, aunque podría interpretarse como una evolución hacia una mayor inclusión y representatividad, también plantea interrogantes sobre la autenticidad de estas decisiones y la influencia de factores extracinematográficos en ellas.

La era del movimiento woke y las premiaciones globales

Un ejemplo paradigmático de esta tendencia se dio en la cúspide del auge del movimiento woke, cuando las premiaciones internacionales comenzaron a coincidir, casi de manera coreografiada, con las reivindicaciones sociales del momento. En un corto lapso, los Oscar, los BAFTA y los Globos de Oro concedieron una proporción significativa de sus premios más relevantes a mujeres cineastas, guionistas y actrices, en muchos casos reconociendo obras que hasta entonces no habían tenido un recorrido particularmente destacado en términos críticos o de público.

La elección de Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) de Chantal Akerman como la mejor película de la historia según la prestigiosa encuesta de Sight & Sound fue quizás el momento más simbólico de este fenómeno. Una obra que, si bien había gozado de respeto entre los cinéfilos, jamás había figurado en los rankings históricos de dicha lista, ascendió inesperadamente al trono de un canon previamente dominado por títulos de Orson Welles, Alfred Hitchcock y Akira Kurosawa. Este cambio, aunque celebrado por muchos como una reparación histórica, fue también criticado como una respuesta oportunista y desmesurada a las demandas del contexto sociopolítico.

La sincronización catalana en los premios españoles

Algo similar parece haber ocurrido en el panorama del cine español reciente, donde las casualidades vuelven a ser el telón de fondo de una narrativa intrigante. En el año 2024/25, en un contexto en el que el gobierno de Pedro Sánchez depende del apoyo político de los partidos catalanes para garantizar su estabilidad, las principales premiaciones del cine español, incluidos los premios Feroz y los Goya, se han rendido ante producciones catalanas.

Títulos como Casa en llamas de Dani de la Orden, Salve María de Mar Coll y El 47 de Marcel Barrena han dominado las listas de galardones, convirtiéndose en la cara visible de una nueva ola de cine catalán que, casualmente, parece haber recibido el respaldo unánime de una industria a menudo influenciada por los acontecimientos políticos. Este giro no solo es llamativo por el número de reconocimientos otorgados, sino por el énfasis discursivo que ha acompañado a estas premiaciones, donde se ha resaltado con insistencia la identidad cultural catalana y su relevancia en el cine contemporáneo.

¿Reconocimientos genuinos o agendas políticas?

Resulta tentador considerar que estas coincidencias sean simplemente producto de una ola de talento catalán que ha surgido espontáneamente en un momento particularmente sensible para la política nacional. Sin embargo, también es legítimo cuestionar si estas decisiones reflejan un cambio real en el panorama artístico o si son, en cambio, un espejo de los intereses coyunturales que determinan la narrativa cultural dominante.

La relación entre arte y política nunca ha sido sencilla, pero en este caso, la sincronización parece tan precisa que invita a reflexionar sobre el equilibrio entre mérito artístico y conveniencia estratégica. ¿Es el arte premiado por su capacidad de transformar y emocionar, o se está utilizando como un vehículo para validar determinadas posturas políticas y sociales?

El peligro de la instrumentalización artística

Si bien es innegable que el arte puede y debe dialogar con el contexto social, la percepción de que las premiaciones responden a agendas preestablecidas puede socavar la credibilidad de los propios premios y la legitimidad de los artistas reconocidos. La instrumentalización del arte no solo trivializa su esencia, sino que también amenaza con polarizar aún más a una sociedad ya fragmentada, transformando lo que debería ser una celebración de la creatividad en una extensión de las trincheras ideológicas.

En este sentido, el cine español, y el cine mundial en general, enfrenta un reto crucial: recuperar la confianza en el valor intrínseco de las obras más allá de las presiones del momento. Solo así se podrá garantizar que los premios sigan siendo un reflejo auténtico del talento y no un simple termómetro de las corrientes políticas que dictan la agenda cultural. La casualidad, si bien puede tener su lugar en las narrativas cinematográficas, no debería ser el guionista de la historia del cine.