¿Memoria selectiva? Religión juzgada, política absuelta
¿Memoria selectiva? Religión juzgada, política absuelta
La reciente crítica de Europa Laica al Gobierno de España por conceder indultos con fines religiosos durante la Semana Santa ha reavivado un viejo debate sobre la relación entre Iglesia y Estado. La acusación es clara: se vulnera la aconfesionalidad del sistema democrático al privilegiar a determinadas cofradías católicas con una prerrogativa jurídica que debería regirse por criterios estrictamente laicos. Sin embargo, más allá de la controversia puntual, cabe preguntarse por qué el juicio crítico hacia la religión —en especial hacia la Iglesia católica— se proyecta con implacable continuidad desde los excesos del pasado, mientras que el sistema político que también arrastra siglos de corrupción, violencia y privilegios, es celebrado como el paradigma del progreso y rara vez se somete al mismo escrutinio.
La sombra de la Inquisición, los abusos eclesiásticos o la connivencia entre trono y altar pesan sobre la memoria colectiva como una losa ineludible. La Iglesia católica española, en tanto institución histórica, carga con el estigma de haber sido vehículo de represión, control moral y jerarquización social durante siglos. Es cierto: muchos de sus altos cargos no fueron pastores del Evangelio sino herederos frustrados de la aristocracia, segundos hijos de linajes nobiliarios que hallaron en la púrpura eclesial un atajo al poder. La ambición secular disfrazada de espiritualidad no solo corrompió la esencia cristiana primitiva, sino que generó estructuras de dominio que se perpetuaron con eficacia.
Sin embargo, ¿es justo juzgar toda manifestación presente de religiosidad a la luz de esos pecados históricos? ¿Por qué se considera un escándalo que una cofradía mantenga una tradición de siglos, mientras que las estructuras políticas modernas, también herederas de un pasado profundamente manchado, son exaltadas como expresión última de civilidad?

La democracia occidental, en su largo recorrido, ha conocido formas atroces de colonialismo, guerras sistemáticas, genocidios planificados, explotación obrera masiva, corrupción institucionalizada y persecución ideológica. Ningún siglo ha estado exento. Y, sin embargo, se acepta sin mayor escándalo que sus herederos actuales —los estados modernos, los partidos democráticos, los líderes electos— ejerzan su poder sin que se les impute una genealogía de sangre y fuego.
¿No es eso una forma de memoria selectiva? ¿Un relato construido donde la Iglesia debe eternamente responder por Torquemada, mientras los gobiernos no deben excusarse jamás por Hiroshima, Ruanda, Vietnam o Irak?
La clave de esta contradicción reside en una visión ideologizada de la historia reciente. Desde la Ilustración, el relato moderno ha pintado a la religión como un lastre, una superstición a erradicar, mientras que ha entronizado a la razón política como fuente de emancipación. No importa que muchas democracias actuales tengan raíces profundamente autoritarias o que la corrupción política siga siendo un mal endémico: el mito del progreso justifica los medios y silencia los excesos.

La reacción contra la Iglesia —como la de Europa Laica— no debe ser desestimada, pues recuerda los peligros de una alianza entre fe y poder. Pero sería intelectualmente honesto aplicar el mismo rigor al poder político. Porque no hay mayor dogma que el que se disfraza de neutralidad, ni mayor privilegio que el que pasa por inevitable.
Quizá ha llegado la hora de superar los juicios heredados y construir una crítica que no repita los errores del pasado bajo nuevos ropajes. Si pedimos a la religión que rinda cuentas por sus siglos oscuros, ¿por qué no exigir lo mismo a la política? ¿O acaso la modernidad nos ha enseñado, una vez más, a creer ciegamente?