El arte sin raíces: cómo la arrogancia del presente amenaza el legado cultural

El arte sin raíces: cómo la arrogancia del presente amenaza el legado cultural

Hay una tendencia creciente —y profundamente inquietante— que recorre nuestras conversaciones sobre cine, arte, literatura o música: la glorificación del desarraigo. Una suerte de orgullosa indiferencia hacia los clásicos, hacia la tradición, hacia todo aquello que no haya nacido bajo el calor de nuestros clics inmediatos. Casos como el del artículo de la web Trendencias –Se estrenó en 1968 y ahora arrasa en Max. No es una opinión de señoro, es de verdad la mejor película de ciencia ficción de la historia– que desprecia a los “maestros” del cine mientras celebra con entusiasmo 2001: una odisea del espacio sin saber o querer saber qué hay detrás de esa odisea, son más que anécdotas. Son síntomas. Síntomas de una herida cultural que se abre cada vez que se pretende disfrutar del fruto negando el árbol.

Nos enfrentamos así a una paradoja generacional: queremos conmovernos, emocionarnos, sentir la llamada del arte… pero sin memoria, sin contexto, sin historia. Esta actitud —envuelta a menudo en un lenguaje de falsa modestia o humor despectivo— no es inocente. Es, en su fondo más peligroso, un acto de desmantelamiento. Desmantelar la genealogía del arte es como regalar libros arrancándoles las primeras cien páginas. Se sigue leyendo, sí, pero sin comprender nada de lo que ocurre.

En nombre de la naturalidad o de la accesibilidad, se ha cultivado una especie de analfabetismo emocional disfrazado de modernidad. No se trata de obligar a nadie a venerar estatuas polvorientas ni de repetir mantras eruditos. Se trata de algo más sencillo, más vital: transmitir el respeto por las raíces que hacen posible la experiencia estética. Cuando alguien dice que no le interesan los grandes clásicos pero ama 2001, lo que está diciendo —sin querer— es que el arte ya no necesita pasado, ni esfuerzo, ni aprendizaje. Solo necesita impactar ahora.

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Esta visión efímera del arte es también profundamente funcional al modelo cultural dominante: el del algoritmo. Porque para un sistema que vende contenido por segundos de atención, el legado es un estorbo. La historia molesta. La reverencia es mala publicidad. Mejor obras que se disfrutan sin referencias, sin profundidad, sin resonancia. Mejor la emoción sin herencia. Así, el espectador se convierte en consumidor, no de arte, sino de estímulo. Y el arte, despojado de su linaje, se vuelve una imagen brillante sin eco.

Pero si el arte ya no se transmite como experiencia encadenada —de generación a generación, de creador a creador, de mirada a mirada—, entonces se convierte en un fenómeno biológico: nace, vive y muere en el mismo instante en que se consume. Y el cine, la música, la pintura, la palabra, pierden su dimensión humana más profunda: la de ser un puente entre tiempos.

Las nuevas generaciones, privadas de la conciencia de ese legado, pueden terminar sintiendo que lo artístico es solo lo que está “de moda”, lo que produce engagement, lo que genera conversación inmediata en redes. Pero el arte verdadero —el que transforma y no solo entretiene— nace de la acumulación, del rumor ancestral que llega a nuestros oídos por miles de voces pasadas. Cancelar ese murmullo es convertirnos en sordos emocionales con playlists estéticas.

Por eso, cada vez que alguien dice “no me interesan los clásicos”, no está sólo haciendo una confesión personal. Está emitiendo un juicio que, si se generaliza, empobrece el campo entero de lo sensible. El arte no necesita guardianes elitistas, pero sí transmisores honestos. No requiere sacralidad vacía, pero sí amor por la huella. No exige academias de mármol, pero sí puentes de memoria.

Sin esos puentes, sin esos hilos invisibles que conectan a Kubrick con Eisenstein, a Tarkovski con Bergman, a Lynch con Buñuel, el arte se vuelve huérfano. Y un arte huérfano no enseña nada, no transforma nada, no deja nada. Solo pasa.

Así, cuando la indiferencia hacia los “maestros” se celebra como virtud, lo que está ocurriendo es esto: la cultura se disuelve en el presente como un azucarillo en agua caliente. Rápida, dulce… y olvidable. Y nosotros, sin saberlo, asistimos sonrientes a su extinción.

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