La tiranía del yo: el culto a la imagen en la era del narcisismo

La tiranía del yo: el culto a la imagen en la era del narcisismo

Vivimos en la época del yo. Un tiempo en que el sujeto ha dejado de ser un ser entre otros para convertirse en el centro absoluto de toda representación, en el único protagonista legítimo del relato contemporáneo. El cuerpo, antaño vehículo del alma, se ha erigido hoy en altar de una nueva religión sin dogmas pero con ritos inquebrantables: la estética, el deseo de validación y la autoadoración.

El yo, entendido en tiempos pasados como una instancia interior, compleja y contradictoria, se ha desplazado hacia la epidermis. Lo que antes era conciencia, ahora es superficie. Tatuajes, perforaciones, músculos esculpidos, barbas milimétricamente diseñadas, filtros fotográficos que corrigen la piel como si fuera un lienzo impuro: todo habla de un proceso de estetización del yo en el que la identidad ya no se construye desde el pensamiento, sino desde la forma. La carne es ahora signo. El cuerpo, convertido en una especie de lienzo narrativo, es a la vez manifiesto y mercancía.

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En este nuevo orden simbólico, lo importante no es mirar el mundo, sino ser mirado. Las fotografías ya no capturan paisajes, ni instantes, ni memorias: capturan la presencia del yo en el mundo. La imagen de uno mismo se superpone a lo fotografiado, lo anula. La puesta en escena del yo se convierte en el acontecimiento principal. No importa si uno está ante una cordillera milenaria o en un templo antiguo: la imagen triunfante del sujeto se impone a todo. El fondo es mero decorado.

Lo inquietante de este fenómeno no es solo su intensidad, sino su aparente inocencia. Bajo el lenguaje del amor propio, se ha instalado una lógica de competencia, de comparación constante, de ansiedad por la visibilidad. Quererse a uno mismo, tal como se pregona, no es más que adaptarse a los códigos de un mercado del yo, donde lo deseable es ser deseado, y donde la autoestima se mide en likes.

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Mientras tanto, el pensamiento plural, ese ejercicio noble que requiere la renuncia parcial al yo para dar espacio a la otredad, se desvanece. La comunidad se transforma en público, y el público en espectador pasivo de una infinidad de microescenarios donde cada individuo representa una versión idealizada de sí mismo. Nadie escucha: todos hablan. Nadie observa: todos se muestran.

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Esta fragmentación del tejido social, en la que la vida comunitaria cede ante la proliferación de monólogos, anuncia un desierto. Porque el yo, cuando se absolutiza, se agota. No hay identidad que resista el peso de ser siempre espectáculo. No hay sujeto que, contemplándose eternamente en el espejo, no termine por quebrarse.

Frente a este panorama, es urgente recuperar la dimensión ética del yo, aquella que no se agota en la imagen, sino que se pregunta por su lugar en el mundo, por su responsabilidad con el otro, por el sentido profundo de su existencia. Un yo que no solo se contempla, sino que piensa. Un yo que no solo desea ser amado, sino que busca amar. Un yo que sepa, humildemente, dejar de ser el centro. Solo entonces podrá renacer el nosotros. Y con él, la posibilidad de una vida más humana, más verdadera, menos pixelada.

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