La democracia condicionada: sobre el temor de las élites al veredicto popular
El prestigioso diario británico económico The Economist ha publicado un reciente artículo en el que han puesto la lupa en lo que está pasando en España con los más jóvenes.
Bajo el título, «Los jóvenes en España adoran la línea dura de Vox», han analizado cómo se ha incrementado tal interés. «Este ya ha sido un año bastante interesante para Santiago Abascal, el líder de Vox», ha apuntado en la primera línea, antes de repasar su visita a la investidura de Donald Trump.
«Entre los hombres españoles menores de 25 años, Vox es ahora el partido líder, y entre los hombres menores de 45 años disfruta de más apoyo que el conservador Partido Popular (PP)», ha expuesto.
The Economist ha asegurado que esta situación «preocupa al PP», ya que en las pasadas elecciones generales creen que «les costó la victoria». «Pedro Sánchez, el primer ministro socialista, invocó con éxito el espectro de la ‘extrema derecha’ para asustar a los centristas desilusionados y lograr que votaran por él», ha razonado.
«Vox surgió inicialmente por la alarma de que el impulso independentista de Cataluña pudiera desmembrar España. A medida que esa amenaza se ha disipado, el partido se ha centrado en la inmigración ilegal y en librar una guerra cultural contra el feminismo, los derechos trans y de los animales», ha contado.El prestigioso diario británico considera que el partido de Abascal «se ha beneficiado de las deficiencias del PP» y ha defendido que Alberto Núñez Feijóo «es decente y moderado, pero le ha costado dejar huella en el escenario nacional».
«Vox se ha beneficiado especialmente de la catastrófica mala gestión de las inundaciones y deslizamientos de tierra en Valencia el pasado octubre (que causaron la muerte de 224 personas) por parte de Carlos Mazón», ha destacado.
The Economist ha contado que «los liberales económicos más destacados» de Vox «se han marchado». «Quienes ahora gobiernan se identifican con el nacionalismo católico tradicional y el proteccionismo que caracterizó la dictadura de Francisco Franco», ha expresado.
Con todo ello, el diario británico ha detallado cómo «un centenar de disidentes de Vox emitieron un comunicado en el que se quejaban que la dirección se había ‘atrincherado en el poder» y cree que el apoyo de Abascal a Trump «podría ser contraproducente si los aranceles estadounidenses perjudican las exportaciones españolas».
El citado medio considera que todavía es «difícil imaginar que desplace al PP», pero conisdera que los jóvenes se acercan a Vox porque «sienten que el estado del bienestar les está fallando». «Vox podría dificultar el regreso del PP al poder a menos que el Sr. Feijóo y su partido mejoren su estrategia», ha sentenciado.

Lo que se desprende del artículo citado de The Economist no es tanto una defensa de la democracia como ideal abstracto, sino más bien una manifestación de su instrumentalización por parte de los poderes establecidos —políticos, mediáticos y económicos—. Esta tensión entre el principio democrático y su ejecución efectiva es antigua, pero se vuelve especialmente visible cuando el veredicto de las urnas amenaza el statu quo.
La paradoja que aquí se revela puede formularse así: todos los partidos, todos los medios, todos los actores del discurso público proclaman su adhesión a la democracia, pero esta afirmación parece estar condicionada al resultado. La democracia es, en su enunciado más puro, el sistema donde el pueblo decide; pero cuando el pueblo elige lo que los guardianes del orden no desean, entonces no es el pueblo el que yerra, sino la propia democracia la que es puesta en entredicho.
El artículo de The Economist no hace sino reforzar esta idea al presentar el ascenso de Vox entre los jóvenes como un fenómeno preocupante, digno de ser analizado, diseccionado y, en cierto modo, combatido discursivamente. Y lo hace con un tono de alarma que apenas disimula el desconcierto de las élites liberales ante una voluntad popular que escapa a sus marcos ideológicos. ¿No es acaso profundamente antidemocrático este temor a la expresión libre del sufragio cuando este no coincide con los parámetros establecidos?
Lo que emerge, en consecuencia, es una democracia vigilada, tutelada por los intereses de una élite político-mediática que establece los límites de lo aceptable. Se puede votar, sí, pero dentro de un margen ideológico estrecho; fuera de él, el voto se convierte en «peligroso», y el votante, en un «desinformado», un «radicalizado», un «desencantado» que ha de ser corregido, educado o incluso coaccionado moralmente.
Es significativo que The Economist, como tantos otros órganos del liberalismo internacional, identifique en los jóvenes una amenaza latente, como si su desafección hacia los partidos tradicionales fuera una anomalía que exige intervención. No se considera, en cambio, que esa misma desafección pueda ser una respuesta racional —aunque incómoda— a años de políticas ineficaces, promesas incumplidas y una creciente distancia entre las élites y la ciudadanía real.
¿No es, entonces, un acto profundamente democrático que las nuevas generaciones voten de acuerdo con sus propias percepciones del presente, aunque estas difieran del relato hegemónico? ¿Y no es una forma de censura revestida de análisis el que los medios y los partidos establezcan de antemano qué opciones son legítimas y cuáles son peligrosas?
El problema, por tanto, no es el ascenso de Vox, ni siquiera su ideario, con el que uno puede —y debe— debatir en el espacio público. El problema es la pretensión de controlar las conclusiones del voto popular antes de que este se exprese. Eso no es democracia: es una forma de paternalismo autoritario donde se permite al pueblo hablar, siempre que diga lo que se espera de él.
En conclusión, la democracia verdadera exige asumir el riesgo de que el pueblo vote mal —o al menos, distinto a lo que una minoría privilegiada desea—. Lo contrario es una mascarada, una coreografía vacía donde el voto vale solo cuando no molesta. Y eso, en última instancia, es la negación misma de la democracia que todos dicen defender.