Cuando la fuerza se hizo carne: el desencanto de Star wars

Del mito a la maquinaria narrativa: cómo la madurez impuesta por Disney ha sustituido la fantasía mística de Star Wars por una racionalidad que, al explicar todo, ha apagado la magia.

“El misterio es la cosa más hermosa que podemos experimentar. Es la fuente de todo arte verdadero y de toda ciencia.”
Albert Einstein

El crepúsculo de la galaxia: madurez y desencanto en la era Disney de Star wars

Hubo un tiempo en que las galaxias lejanas no necesitaban explicaciones. Bastaba con la música de John Williams, con el primer plano de un destructor imperial surcando el cielo como una espada mitológica, para que el espectador comprendiese que estaba entrando en un relato donde la lógica no era exigida, y donde lo espiritual —lo invisible— valía tanto como la luz de los sables o el rugido de las naves. Star Wars, en su origen, fue un susurro de leyenda en celuloide, una cosmogonía sin fisuras, profundamente infantil en su pureza y sin embargo abismal en su resonancia arquetípica. Era cine que sabía soñar.

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Pero como todo mito que pasa a manos de imperios económicos, aquella fuerza invisible que guiaba la saga ha sido poco a poco suplantada por otra fuerza: la de la razón industrial, la del análisis de audiencia, la del algoritmo de contenido. Bajo el ala de Disney, Star Wars ha madurado, sí, pero como maduran los ángeles caídos: perdiendo alas, ganando peso, volviéndose humanos, demasiado humanos. Lo que antes era ensoñación hoy se vuelve relato político. Lo que fue una epopeya espiritual hoy deviene drama psicológico. Y en esa metamorfosis que pretende sofisticación, lo sagrado se diluye.

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¿Dónde está la sorpresa sobrenatural del palacio de Jabba el Hutt, esa aparición monstruosa y barroca que parecía salida de una pesadilla compartida por todos los niños del mundo? ¿Dónde los jedi como monjes galácticos, portadores de una fe difusa pero poderosa? Hoy, en series como Andor, se nos ofrece otra textura: el desgarramiento humano, la mirada moral compleja, el análisis de estructuras de poder. Todo está pensado, explicado, racionalizado. No hay lugar para el misterio porque el misterio no cotiza.

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Star Wars, en su nueva etapa, ha cambiado lo mítico por lo tangible. Ha desplazado la religión por la técnica, los símbolos por los conflictos éticos, los oráculos por espías. Ya no se nos habla de la Fuerza como energía viva que rodea a todos los seres, sino de traumas, motivaciones y causas sociopolíticas. Ya no hay destino, sino causalidad. Y en ese tránsito del mito al realismo, el relato pierde su centro solar: la inocencia fundacional.

Incluso los villanos han sido víctimas de esta transformación. Antes, un Darth Vader podía ser la encarnación del Mal en sí mismo, una silueta que helaba la sangre por el puro magnetismo de lo absoluto. Hoy, los antagonistas necesitan justificar sus actos, reclamar humanidad, encontrar matices. Como si al explicar al monstruo, dejara de serlo. Como si la oscuridad no pudiera ser simplemente eso: oscuridad.

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La nobleza fílmica de la trilogía original, ese arte de narrar con la limpieza de los grandes relatos universales, ha sido reemplazada por un juego de espejos donde lo que importa no es contar una historia, sino sostener una franquicia. Lo mítico ha cedido ante lo económico. El héroe ha sido reemplazado por el producto.

Y sin embargo, Star Wars sobrevive. No como saga, sino como herida abierta en el alma de aquellos adultos que fueron tocados por su luz primera. Aquellos que, siendo niños, se desvirgaron emocionalmente con la irrupción de Una nueva esperanza, que conocieron el asombro en los parajes helados de Hoth o en los bosques encantados de Endor, y que sintieron, con la caída de Anakin y la redención del padre, que el cine podía ser una plegaria.

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Star Wars hoy vive en las sombras de sus propios templos. Pero su espíritu original —ese que no tiene cuerpo ni taquilla— sobrevive, como una reliquia brillante, en los corazones de quienes aún creen que la fantasía no necesita explicación. Que el bien y el mal pueden ser absolutos. Y que los relatos más puros son aquellos que no tienen miedo de ser ingenuos.

En una época donde todo necesita tener sentido, Star Wars se ha convertido en el símbolo de una pérdida. La del derecho a soñar sin lógica.

Y es así como el niño sigue ahí, en algún rincón, esperando que la música suene, que una nave cruce el cielo sin preguntar por qué, que una princesa con trenzas lidere una revolución sin pedir permiso. Y aunque sé que ese cine ya no existe, me gusta pensar que en algún lugar de la galaxia, en algún universo paralelo de celuloide, Star Wars sigue siendo lo que fue.

Un mito.
Una plegaria.
Una promesa luminosa.

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