Andor y la galaxia que perdimos: una defensa del escapismo en tiempos de hiperrealismo narrativo
La galaxia que perdimos: una defensa del escapismo en tiempos de hiperrealismo narrativo
Vivimos en una era saturada de ficciones que reproducen, con una crudeza casi documental, las miserias de nuestro tiempo. Las pantallas, antes portales hacia mundos ignotos, se han vuelto espejos implacables donde se refleja, una y otra vez, la violencia estructural, el trauma íntimo y la podredumbre del poder. En ese contexto, la decisión de convertir el universo de Star Wars —un espacio concebido como mitología luminosa y evasiva— en un terreno de angustia contemporánea, revela no tanto valentía como una rendición ante las inercias del realismo sombrío que domina la producción serial actual.
Andor, el celebrado —y controvertido— spin-off de la saga galáctica, ha sido encumbrado como la encarnación más adulta y comprometida del universo creado por George Lucas. Pero ¿a qué precio? En su segunda temporada, la serie se adentra con una gravedad casi luctuosa en los abismos del fascismo, la resistencia y el precio íntimo de la libertad. Lo hace, además, sin metáforas ni velos, prescindiendo por completo de la estilización épica o del simbolismo que caracterizaban al canon original. Lo que antes era un relato mítico de luz contra oscuridad, deviene aquí un drama político de una severidad casi claustrofóbica.

La escena que ha polarizado a los espectadores —un intento de violación explícitamente representado en pantalla— marca un punto de inflexión: no solo por su brutalidad narrativa, sino por su ruptura con los códigos poéticos y simbólicos del universo Star Wars. Durante décadas, esta saga evitó cualquier alusión directa a la sexualidad, incluso la consensuada. No por mojigatería, sino porque Lucas concibió su obra como un “cuento de hadas del espacio”, un lugar donde los conflictos del alma se resolvían con espadas de luz, no con balas ni cuerpos vulnerados.
La violencia sexual como instrumento narrativo, por justificada que se quiera en términos de verosimilitud o denuncia, introduce en la mitología galáctica un elemento que la contamina irremediablemente con los dolores de nuestro mundo. La intención del creador de la serie, Tony Gilroy, es clara: si Andor pretende mostrar el nacimiento de una revolución, debe retratar los horrores reales que la acompañan. Pero cabe preguntarse si esa pretensión de “realismo” era necesaria, o si más bien responde a una moda narrativa que ha confundido madurez con desolación.

¿No hay ya suficientes ficciones que retratan la crudeza del totalitarismo, la perversión del poder, la devastación del alma humana bajo el yugo de lo político? ¿Era Star Wars el lugar adecuado para sumar una más? Quizá hubiese sido más digno, más coherente con su espíritu fundacional, preservar ese mundo lejano como una isla mitológica donde no existen ni la miopía del presente ni los ecos de nuestras tragedias cotidianas. Un espacio de lo maravilloso, regido por la Fuerza, no por el trauma. Un lugar donde aún caben los Jedi, los viajes del héroe, la esperanza intacta, los duelos coreografiados con elegancia, y no la crudeza forense del sufrimiento.
Es innegable que Andor está realizada con maestría, y que su densidad temática le ha ganado una legítima admiración crítica. Pero también es legítimo lamentar que incluso la galaxia más lejana haya sido arrastrada al lodazal del hiperrealismo, como si ninguna ficción tuviese ya el derecho a no parecerse a nuestro mundo.
En tiempos de oscuridad, la evasión no es debilidad. Es resistencia estética. Es defensa del mito. Y quizás lo que más necesitemos no sea otra crónica del horror, sino un lugar donde aún podamos creer, aunque sea por un instante, que una espada de luz puede devolver el equilibrio al universo.