Lamine Yamal: del gran apagón a devolver la luz en solo 3 minutos
Lamine Yamal: tres minutos para devolver la luz al templo de Montjuïc
En una noche espesa, con el Camp Nou aún desterrado y Montjuïc convertido en un escenario de sombras y dudas, el Barça se debatía entre la melancolía europea y la amenaza italiana. El Inter de Milán, con su maquinaria aceitada y su oficio infranqueable, parecía haber hundido definitivamente la moral azulgrana. Pero entonces, en un giro que solo el fútbol —ese dramaturgo despiadado y mágico— sabe componer, emergió Lamine Yamal. Y en apenas tres minutos reescribió la historia, transfiguró el ánimo y convocó a la esperanza con un gesto que rozó lo celestial.
A los 24 minutos, cuando el estadio entero parecía ceder al desaliento, Lamine inventó una jugada que no pertenecía al mundo lógico del deporte, sino al de las simulaciones poéticas de un Pro Evolution Soccer jugado por un niño que se niega a obedecer las leyes de la física. Recibió el balón escorado, bordeando el abismo del fuera de juego, con dos defensores listos para cazarlo. Pero como si estuviera habitado por una entidad anterior al tiempo, trazó un regate que no puede enseñarse: una finta entre lo animal y lo divino, una torsión del espacio que dejó a sus perseguidores flotando en la nada.

Y luego, con una zurda que parece haber sido moldeada por los dioses del Olimpo futbolístico, golpeó el balón. Pero no fue un disparo: fue un dictamen. Un zurdazo con efecto hacia fuera, elevándose como si desafiara el peso de la atmósfera, y luego cayendo con violencia quirúrgica hacia casi la escuadra, como lo hacía el Diego desde las calles de Villa Fiorito o Messi desde su eterno perfil derecho. No fue un gol: fue un manifiesto.
Ese instante no solo valió un empate redentor. Fue la proclamación pública de que Lamine Yamal no es una promesa, sino un elegido. Un fenómeno cuya madurez contrasta con su edad ridícula —17 años—, y cuya serenidad frente al pánico colectivo lo convierte, ya ahora, en el mejor jugador del planeta en su rango generacional. Su comprensión del juego, su lectura de los espacios, su capacidad para decidir con elegancia entre la belleza y la eficacia, dibujan el perfil de un monstruo creativo, un engendro de la naturaleza gestado para que la leyenda de Messi no sea final, sino prólogo.
Yamal no juega: compone. No regatea: reescribe la lógica. Y su irrupción es de tal dimensión que, si se consuma lo que se intuye, los próximos tres lustros del fútbol ya tienen dueño. Porque cuando el balón cae en sus pies, uno entiende que algo ha cambiado: el estadio recupera la luz, los hinchas recuperan la fe, y Europa, quizá sin querer, ha asistido al nacimiento de un nuevo emperador.