Hedy Lamarr: del escándalo europeo al fulgor mitológico de hollywood
Hedy Lamarr: del escándalo europeo al fulgor mitológico de hollywood
Mucho antes de que su nombre se convirtiera en sinónimo de glamour en los salones de Hollywood, Hedy Lamarr ya era una figura deslumbrante en los círculos artísticos de Europa. Su belleza era indiscutible, sí, pero lo que verdaderamente la distinguía era una combinación hipnótica de presencia escénica y agudeza intelectual.

Nacida como Hedwig Eva Maria Kiesler en Viena, en el año 1914, su trayectoria desde los salones ilustrados de la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial hasta las colinas luminosas de California representa una odisea de reinvención, coraje y genialidad, tanto dentro como fuera del celuloide.
Sus primeros pasos como actriz se dieron en la industria cinematográfica de Checoslovaquia, donde participó en varias producciones. No obstante, sería Éxtasis (1933) la obra que la catapultaría a la fama continental. La película, considerada escandalosa en su época por sus escenas de desnudez y su erotismo sugerente, convirtió a Lamarr en una figura legendaria, al tiempo que la rodeaba de una notoriedad que marcaría su destino.

Fuera del plató, sin embargo, su existencia estuvo lejos del esplendor que evocaba su imagen pública. Contrajo matrimonio con Friedrich Mandl, un poderoso fabricante de armas austríaco, en una unión que pronto se reveló opresiva. Aislada del mundo artístico y sometida al férreo control de su esposo, Lamarr urdió una fuga audaz y silenciosa: disfrazada y decidida, escapó por Europa hasta alcanzar París, y de allí, Londres.
Fue en esa ciudad donde el azar cambió el curso de su vida. Allí conoció a Louis B. Mayer, patriarca del emporio cinematográfico Metro-Goldwyn-Mayer, quien se hallaba en busca de nuevos rostros europeos para la pantalla norteamericana. En un principio, Mayer mostró escaso entusiasmo por la filmografía de Lamarr; sin embargo, al conocerla en persona quedó hechizado por su belleza estatuaria, su magnetismo natural y ese aura enigmática de la vieja Europa. Le ofreció un contrato con el estudio y le otorgó el nombre artístico que habría de inmortalizarla: Hedy Lamarr.

Su debut en el cine estadounidense se produjo con Argel (1938), película en la que su interpretación desató el entusiasmo del público y de la crítica. Su rostro, de rasgos casi escultóricos, parecía nacido para el claroscuro del blanco y negro; su presencia, silenciosa y densa, se grababa en la memoria del espectador.
Durante la década de 1940, Lamarr participó en numerosas cintas de éxito, como Ciudad boom (1940), junto a Clark Gable y Spencer Tracy, y Carga blanca (1942), donde su encarnación de la seductora Tondelayo alcanzó un estatus icónico. Pero fue con sanson y dalila (1949), bajo la dirección de Cecil B. DeMille, que alcanzó el cénit de su carrera. Este relato bíblico, de proporciones épicas y resonancias operáticas, no solo arrasó en taquilla, sino que consolidó su lugar entre las divas eternas del Hollywood clásico.
La figura de Hedy Lamarr, sin embargo, no puede reducirse al esplendor superficial de su belleza cinematográfica. Tras sus ojos felinos y su elegancia innata se ocultaba una mente inquieta y visionaria, cuyas inquietudes trascendieron largamente los confines del plató. Pero ese capítulo —su faceta como inventora y pionera en el desarrollo de tecnologías precursoras del WiFi— merece, sin duda, su propio y reverente tratado.
Por ahora, basta con contemplar su figura en el claroscuro del mito fílmico, como una encarnación singular del tránsito entre el Viejo Mundo crepuscular y el nuevo Olimpo de celuloide. Lamarr, como pocas, supo encarnar la alquimia de la imagen: una diosa fugitiva de la historia que encontró en el cine una forma de eternidad.