La gran mentira del futuro laboral: cómo la IA destruye miles de empleos y solo crea unos pocos para arreglar sus errores
La gran mentira del futuro laboral: cómo la IA destruye miles de empleos y solo crea unos pocos para arreglar sus errores
Desde hace décadas, cada nuevo avance tecnológico viene acompañado por un consuelo casi catequético: “Se destruirán trabajos, sí, pero surgirán otros nuevos que ni siquiera imaginamos.” Es el dogma modernista del progreso inevitable, una doctrina tan repetida por empresarios, tecnólogos y políticos que muchos la aceptan sin pestañear. Pero bajo la superficie de este optimismo calculado, se esconde una verdad incómoda: la tecnología no redistribuye el empleo, lo concentra; no democratiza el trabajo, lo atomiza.
Hoy, la Inteligencia Artificial es el nuevo estandarte de esta promesa con trampa. Sus defensores aseguran que generará miles de oportunidades laborales en sectores aún por nacer. Lo que no dicen —y aquí radica el engaño— es que por cada tres puestos nuevos que la IA crea, hay tres mil que se esfuman, condenados al silencio del automatismo. Y peor aún: muchos de esos nuevos empleos no son sino parches humanos destinados a corregir los disparates, errores y alucinaciones de unas máquinas que aún están lejos de ser autónomas.
La IA ha sido vendida como sinónimo de eficiencia, pero el mercado está descubriendo —con dolorosa lentitud— que esa eficiencia no es ni inmediata ni barata. Los sistemas fallan, improvisan, fabulan. Y cuando lo hacen, requieren un ejército de especialistas para limpiar sus desastres. Así ha nacido un nuevo microsector: el negocio de arreglar los errores de la IA.
Lo paradójico es que los profesionales que antes eran valorados por su capacidad creativa o analítica, hoy son convocados como cirujanos de emergencia para operar sobre textos incoherentes, códigos erróneos, decisiones delirantes. Ya no se les paga por crear, sino por recomponer lo que la máquina ha deshecho con la fría lógica del algoritmo mal entrenado.
Casos como el de Sarah Skidd —que cobró 100 dólares la hora por reescribir un texto hotelero creado con IA— o Sophie Warner, cuya agencia facturó 400 euros por corregir un fragmento de código generado por error, revelan la nueva ironía del mercado laboral: las máquinas que venían a reducir costes acaban generando facturas más altas, porque sus errores son caros y urgentes.
Este fenómeno no es una excepción, sino la nueva regla. Desde redactores que deben «humanizar» artículos automáticos para que no suenen como robots con resaca, hasta desarrolladores que solucionan bugs imprevistos a toda prisa, se está gestando una economía de lo imperfecto, una industria del remiendo donde los humanos no brillan por su ingenio, sino por su capacidad para apagar fuegos generados por autómatas mal calibrados.
Pero no caigamos en la trampa de ver aquí una oportunidad esperanzadora. No se trata de nuevos horizontes laborales, sino de sustituciones masivas encubiertas por trabajos temporales, fragmentados, precarios y reactivos. Lo que antes era una estructura de empleo estable se ha troceado en encargos esporádicos para reparar los boquetes de una tecnología aún inmadura.
La gran mentira del discurso tecnófilo no es que la IA no cree empleos: es que los que crea no se comparan ni en número, ni en dignidad, ni en propósito, con los que destruye. Y sobre todo, no sustituyen la función humana, sino que sobreviven a su sombra, como curanderos tras la estampida de una medicina mal administrada.
Así, cada vez que una tecnológica anuncia con entusiasmo que su nueva herramienta “hará el trabajo de diez personas”, conviene preguntarse quién arreglará las chapuzas cuando esa IA —tan lista y tan barata— se equivoque. Porque lo hará. Y entonces, bajo el disfraz de la innovación, descubriremos que el progreso no era tal, sino una gran mudanza del valor humano hacia la servidumbre digital.
Es hora de exigir algo más que promesas de eficiencia: exijamos un relato honesto del trabajo, que no borre al ser humano del centro de la ecuación. Porque si el futuro del empleo consiste en limpiar los errores de las máquinas, entonces no estamos creando un nuevo mundo. Solo estamos barriendo los cristales rotos de uno viejo que decidimos romper.