Activison y el trabajador como su propio verdugo: cuando la IA se alimenta de quienes la crean

El trabajador como su propio verdugo: cuando la IA se alimenta de quienes la crean

La historia de la humanidad está repleta de ironías crueles, pero pocas tan perfectamente distópicas como la que se vive en las entrañas de King, la empresa detrás de Candy Crush Saga, hoy convertida en emblema de la tragedia laboral autoinfligida. Porque no estamos solo ante una ronda de despidos más dentro del gran coloso Microsoft, sino ante un espejo oscuro de nuestro tiempo: trabajadores despedidos por herramientas de inteligencia artificial que ellos mismos ayudaron a desarrollar.

Sí, como en aquel viraje silencioso que hicieron los bancos cuando obligaron a sus empleados a instruir a los clientes en el uso de los cajeros automáticos —entrenando, sin saberlo, al aparato que los dejaría sin empleo—, los diseñadores de niveles, redactores y desarrolladores narrativos de King han visto cómo sus propias creaciones digitales ocupan hoy sus sillas, sus teclados, sus ideas.

La paradoja adquiere tintes kafkianos cuando se recuerda que esos diseñadores pasaron meses puliendo sistemas que automatizaran la construcción de niveles. Con el tiempo, esos sistemas se volvieron tan eficientes que dejaron de necesitar humanos para funcionar. Resultado: un ejército de programadores y creativos expulsado por la criatura que ellos mismos parieron, como si Mary Shelley hubiese reescrito Frankenstein desde las oficinas de Estocolmo o Berlín.

Y no se trata solo de eficiencia o frialdad empresarial. Se trata de una decisión estructural: invertir en inteligencia artificial mientras se sacrifican los oficios, los nombres, las pasiones, los cafés compartidos, los errores humanos y los aciertos brillantes que hacen memorable a un equipo. En King, como en otros tantos laboratorios digitales del mundo, se ha encendido la maquinaria de la autoextinción, donde se siembra el algoritmo y se cosecha el despido.

Más inquietante aún es el papel de quienes debían proteger al trabajador: departamentos de recursos humanos convertidos en brazos ejecutores, cómplices de un modelo de producción que sustituye el talento por código. Aquellos que protestan o alzan la voz son eliminados bajo despidos disciplinarios, como si la empresa necesitara no solo deshacerse de sus trabajadores, sino borrar su conciencia colectiva.

El discurso oficial, claro, sigue colgado de la narrativa del “copiloto”. Lo dijo Sahar Asadi, jefa del área de IA en King: “la inteligencia artificial solo es un asistente, siempre necesitaremos a los diseñadores”. Palabras bellas, pronunciadas en junio. Un mes después, esos diseñadores hacían cajas.

Pero no se trata solo de King ni de Microsoft. Se trata de una advertencia para todas las industrias creativas, todas las oficinas, todos los sectores donde la tecnología es recibida como un dios nuevo y se olvida que los templos necesitan también sacerdotes, creyentes, cuerpos. Cada vez que se entrena a una IA para hacer nuestro trabajo con más rapidez y menos costes, alguien está firmando —en nombre del progreso— la sentencia de una profesión entera.

Hoy, esos trabajadores no han sido solo sustituidos: han sido silenciados, suplantados, e incluso culpabilizados por su propio reemplazo. Una tragedia en la que el verdugo no vino de fuera, sino que fue moldeado, alimentado y liberado desde dentro. Y lo peor es que ya no hace falta un látigo para imponer obediencia: basta con una herramienta bien entrenada, una promesa de eficiencia y un eufemismo bien hilado.

La revolución digital ha dado un paso más, y esta vez, el sacrificio no vino de los márgenes, sino del corazón del sistema. ¿Quién será el próximo en programar su propia extinción?

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