Amor verdadero o el olvido de la pareja: cuando amar a uno solo se vuelve subversivo

El olvido de la pareja: cuando amar a uno solo se vuelve subversivo

Hubo un tiempo —no tan lejano— en que la estabilidad emocional, el vínculo profundo entre dos personas, la fidelidad como brújula íntima y la familia como nido compartido, no eran rarezas ni reliquias. Eran aspiraciones humanas, senderos de sentido. Hoy, ese amor sereno y mutuo que se construía en silencio, a lo largo de los años, parece haber sido arrojado al desván de lo anticuado, clasificado como una superstición afectiva, como un gesto conservador en medio del carnaval emocional contemporáneo.

No es que el amor haya muerto. Es que ha sido reemplazado por una lógica de consumo. Ya no se elige a una pareja para caminar con ella por la vida, sino para acompañarse un tiempo —con suerte— hasta que el deseo se disuelva o aparezca algo más excitante. El ideal romántico ha sido sustituido por la teoría de la autonomía radical, que promueve la libertad como máxima virtud, incluso cuando esa libertad implica el aislamiento, la fragmentación afectiva o el perpetuo desapego.

35FC4AC600000578-3677005-image-m-6_1467811942053-707x1024 Amor verdadero o el olvido de la pareja: cuando amar a uno solo se vuelve subversivo

En este nuevo escenario, la pareja estable —esa institución casi alquímica donde dos personas aprenden a crecer juntas, a no huir en la primera crisis, a desafiar el tiempo y el tedio— ha sido desplazada por el espejismo de la autosuficiencia emocional. Amar a uno solo se ha vuelto casi sospechoso: ¿por qué conformarse con lo estable cuando puedes probar lo nuevo?, ¿por qué ceder tu yo al otro, si puedes convertirte en el centro de tu propio universo?

Las figuras públicas, los creadores de tendencias, los nuevos sacerdotes del estilo de vida digital, predican la libertad sin vínculos como si fuera la cumbre de la evolución afectiva. Pero lo que disfrazan de éxito no es más que una adaptación al vacío. Su “liberación” emocional muchas veces no es más que una incapacidad cultivada para compartir el mundo con otro, para ceder, para escuchar, para fusionar el alma con una ajena. No saben amar en igualdad porque no conciben otra ley que la de su deseo.

Así, la ruptura, el desarraigo, la promiscuidad emocional y física, dejan de ser heridas y se celebran como medallas. El fracaso en la construcción de una pareja es reconvertido en una narrativa de empoderamiento individual. El alma que ya no puede compartir su espacio con otra se glorifica a sí misma en un acto de autoerotismo existencial. El “yo” sin el “tú” se alza como bandera, aunque por dentro se retuerza en silencio, regresando a la cueva primitiva del hombre/mujer solo.

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En este contexto, la pareja estable y afectivamente sólida no es moderna ni revolucionaria, sino —paradójicamente— un acto subversivo. Un gesto casi herético. Permanecer, cuidar, acompañar, resistir juntos, decir “tú eres mi elección y yo la tuya” en un mundo que adora lo efímero, es más radical hoy que cualquier declaración de libertad.

La familia clásica no es una cárcel. Es una forma de trascendencia. Y quizás eso es lo que incomoda: que allí donde hay entrega mutua, fidelidad y hogar, hay también una forma de eternidad que escapa a la lógica de mercado, a la inmediatez del deseo, al zumbido narcisista de las redes. Amar de verdad no es tendencia. Es resistencia.

Y por eso la quieren borrar.

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