Cuando la historia devora el juego: crónica del videojuego narrativo en una era de pulgares impacientes

Cuando la historia devora el juego: crónica del videojuego narrativo en una era de pulgares impacientes

En algún punto del último decenio, entre el temblor de un joystick y la pausa prolongada de una cinemática, el videojuego se detuvo a mirarse al espejo… y creyó que debía parecerse al cine. Fue entonces cuando la narrativa, esa diosa antigua del relato, se apoderó del timón y desplazó a su hermana salvaje: la jugabilidad.

Y con ella llegaron los tiempos muertos.

La tiranía del relato en un mundo de scrolls infinitos

Hoy, el jugador joven es un monarca de gesto mínimo: un pulgar que se desliza hacia abajo en la pantalla y dicta sentencia. Nada dura. Nada espera. Todo debe suceder en los primeros tres segundos, o no sucederá nunca. En ese contexto, pedirle a un adolescente que escuche diálogos densos o que contemple una cinemática de siete minutos es como invitar a un colibrí a hacer meditación trascendental.

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El resultado es previsible: abandono.
Ese jugador, hijo legítimo del vértigo, huye de Red Dead Redemption 2 como de una misa en latín. Vuelve a Roblox, a Fortnite, a su pequeña república de estímulos inmediatos. Lo demás, simplemente, no cabe en su atención fragmentada.

Y no es culpa suya. Es la arquitectura del presente.

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La inflación del videojuego: cinemáticas que cuestan como películas

La narrativa no solo exige paciencia, también demanda presupuesto. Cada escena de corte, cada renderizado de una conversación, cada plano secuencia emocional… cuesta. Y cuesta mucho. Los videojuegos narrativos se han convertido en superproducciones donde el diálogo le roba espacio al desafío, donde el botón de «saltar escena» se convierte en el más utilizado.

Las desarrolladoras lo saben. Hacen números. Y tiemblan. Porque los triple A narrativos —salvo contadas excepciones— ya no son rentables. Los costes de producción se disparan, pero el público masivo, el que decide con la cartera, no quiere mirar, quiere jugar. Quiere saltar, correr, disparar, construir. La historia puede esperar… o desaparecer.

Nintendo y la herejía del juego por el juego

En ese panorama de drama y deuda, aparece Nintendo como un hereje alegre. Sus juegos —como el reciente Donkey Kong Bananza— no necesitan explicar nada. No se agobian con giros de guion ni introducciones trágicas. Apareces, juegas, te ríes, te frustras, repites. Punto. Es la vieja religión del juego puro, del diseño pensado para ser experimentado, no contado.

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Y funciona. Porque el joven jugador no se siente agobiado por una narrativa que lo detiene, ni obligado a entender el pasado traumático de un personaje antes de saltar al siguiente nivel. El juego es juego. La historia es algo que se intuye en el ritmo, no en el texto.

Nintendo ha entendido —como entendían los diseñadores de los noventa— que la mejor narrativa es la que se vive, no la que se muestra.

Epílogo: ¿qué hacer con la historia?

¿Quiere esto decir que la narrativa debe desaparecer del videojuego? No. Pero sí debe aprender humildad. Ser una capa, no el eje. Ser atmósfera, no dictado. El jugador no es un espectador con mando, sino un sujeto que desea participar, fallar, explorar. La historia debe estar al servicio de esa experiencia, no obstaculizarla.

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Porque cuando el videojuego olvida su raíz lúdica para convertirse en novela interactiva, corre el riesgo de perder a su público más esencial. Y en un mundo donde el tiempo de atención es más valioso que el oro, no hay lugar para lo innecesariamente lento.

Nintendo lo sabe. Por eso sus juegos se venden.
Por eso sus mundos no envejecen.
Porque mientras los demás intentan contar historias, ellos siguen dejando que el jugador las viva con sus propios dedos.

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