Cuando los videojuegos desaparecieron de las calles: el ocaso del formato físico y la lenta extinción de la pasión

Hubo un tiempo —luminoso, casi legendario— en que los videojuegos no vivían confinados en los discos duros ni en las vitrinas virtuales. Habitaron nuestras ciudades, se derramaron por las tiendas de barrio, se alzaron en las catedrales profanas de los centros comerciales y conquistaron los kioskos donde los jóvenes hojeaban con dedos temblorosos las revistas que prometían mundos inexplorados. En aquella época —los vibrantes años ochenta y noventa— los videojuegos eran objetos, eran fetiches, eran presencias físicas que nos llamaban desde las estanterías con carátulas brillantes y manuales que olían a tinta fresca. Era una fiesta de colores, un banquete visual que despertaba la curiosidad, la obsesión y, sobre todo, el amor.

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El nacimiento de la afición al videojuego no se gestó en la abstracción de los catálogos digitales ni en las listas de ofertas efímeras. Nació en las calles, en los escaparates, en los templos de lo tangible. Las tiendas especializadas se convirtieron en paraísos donde cada caja era una promesa de aventura. Los centros comerciales, otrora grises y anodinos, se rindieron a esta nueva fiebre lúdica y dedicaron amplios territorios a los videojuegos, creando zonas vibrantes donde generaciones de niños y adolescentes aprendieron a amar este arte a través de sus manifestaciones físicas. Así se creó una cultura. Así se sembró la semilla de la pasión.

Pero hoy, con una precisión quirúrgica y una frialdad de hoja de cálculo, las grandes empresas —primero Steam, después Xbox, luego Sony y, tímidamente, incluso Nintendo— han iniciado un proceso de desmaterialización que amenaza con desdibujar al videojuego de la vida cotidiana. La lenta pero implacable retirada del formato físico no es un simple ajuste logístico; es la demolición de todo un ecosistema cultural.

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El videojuego, expulsado de las tiendas, se vuelve invisible para las nuevas generaciones. No lo encuentran en los estantes, no lo hojean en los kioskos, no lo descubren paseando. Solo es un icono más en un menú saturado de aplicaciones. Steam lo anticipó con su vasto dominio digital. Xbox abrazó el modelo con entusiasmo, ofreciendo consolas sin lector físico, como quien entierra voluntariamente la memoria de sus ancestros. Sony, hasta hace poco reticente, ya se rinde a la evidencia comercial. Incluso Nintendo, que parecía custodiar lo tangible, empieza a ceder ante la presión de lo digital.

Las motivaciones son transparentes: los beneficios de la distribución digital son jugosos y sin intermediarios. Sin fabricación, sin transporte, sin escaparates, sin segunda mano que permita intercambiar y prolongar la vida de un juego. En el excel del accionista todo es eficiencia y rendimiento. Pero en esa implacable senda de rentabilidad están construyendo, sin saberlo, un páramo emocional. Porque mientras los márgenes de beneficio crecen, la afición se desvanece.

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Sin juegos físicos, sin rituales de compra, sin posibilidad de prestar, regalar o intercambiar, las nuevas generaciones no serán jugones de alma. Serán consumidores circunstanciales. Conocedores superficiales. Para ellos, el videojuego será un archivo más, un contenido descargable, una oferta relámpago en una tienda digital sin alma. Lo amarán como se aman las notificaciones o los filtros de una aplicación: con la ligereza de lo pasajero.

Se extinguen los E3, agonizan las revistas, los kioskos ya no exhiben portadas que enciendan la imaginación, y los centros comerciales, una vez reinos del videojuego, devuelven esos espacios al vacío o a otros productos efímeros.

Las compañías, en su afán por devorar el presente, están hipotecando el futuro. Porque la pasión, como todo amor verdadero, necesita presencia, necesita objeto, necesita ritual. Cuando el videojuego deja de ser visible, deja también de ser deseable. Y cuando deja de ser deseable, muere como arte y como cultura para convertirse en mero producto de consumo.

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Este es, quizá, el viaje más triste de todos: el de un arte que conquistó las calles y que ahora se repliega al silencio impersonal de las bibliotecas digitales, donde el corazón no late y la pasión no germina.

Porque los videojuegos no solo se juegan; se sueñan, se buscan, se tocan, se comparten. Y mientras las grandes empresas sacrifican lo tangible en aras de la rentabilidad, están dinamitando, sin saberlo, el único suelo fértil donde crecen los jugones de verdad: el de la calle, el de las tiendas, el de la vida.

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