De la cúpula al coliseo: la tragedia estética de la antigua Pennsylvania Station y la mutilación del espacio público en Nueva York
De la cúpula al coliseo: la tragedia estética de la antigua Pennsylvania Station y la mutilación del espacio público en Nueva York
Hay ruinas que no emergen del tiempo, sino de la codicia. Hay ciudades que no envejecen, sino que se autocondenan. Y hay monumentos —como la Pennsylvania Station original, erigida en 1910— cuya desaparición representa no solo la pérdida de un edificio, sino la de una ética urbana. Esta estación, concebida en el lenguaje majestuoso del Beaux-Arts, fue no solamente una obra de arquitectura monumental, sino una catedral laica de la movilidad, el tiempo y la aspiración civilizatoria estadounidense. Su demolición en 1963 para dar paso al Madison Square Garden representa uno de los capítulos más oscuros del urbanismo moderno: la sustitución de la nobleza por la banalidad, del mármol por el hormigón, del alma por el espectáculo.

I. El templo de acero y luz: la Pennsylvania Station de McKim, Mead & White
Construida por la prestigiosa firma McKim, Mead & White, la Pennsylvania Station original se alzaba como una traslación neoyorquina de la Roma imperial. Inspirada directamente en las termas de Caracalla y la basílica de Majencio, su monumentalidad era un canto a la ingeniería y a la elegancia clásica. Su fachada de columnas corintias recordaba al Louvre y al Panteón, y su uso del acero recubierto de mármol rosa evocaba una fusión entre el modernismo estructural y el historicismo académico. Era, en el más puro sentido de la palabra, un umbral entre mundos: la estación recibía al viajero con la dignidad con que las ciudades antiguas recibían a los dioses.

La nave principal, de más de 45 metros de altura, se bañaba en una luz tamizada por techos de cristal y hierro, similares a los del Grand Palais parisino o a la Galerie des Machines de la Exposición Universal de 1889. Era un espacio que respiraba, donde el tiempo parecía ralentizarse. El viajero no era un pasajero anónimo, sino un ciudadano acogido por la dignidad de un recinto noble.
II. El derrumbe de la república estética
La demolición comenzó en octubre de 1963. El mármol fue reducido a escombros, el hierro vendido como chatarra, y con ellos se extinguió también la idea de que lo público merecía lo sublime. En su lugar se erigió el actual Madison Square Garden, una mole sin rostro ni trascendencia, en la que el cemento oculta el cielo y los techos bajos comprimen al peatón. No es casual que el nuevo complejo no posea fachada: no hay bienvenida, no hay rito de entrada, solo tránsito, consumo, espectáculo.

Lo que antes era un acto casi litúrgico —el viaje como promesa— se convirtió en un flujo deshumanizado. En lugar de elevar, el nuevo espacio aplasta. Donde había bóvedas, ahora hay cables fluorescentes. Donde había solemnidad, ahora hay carteles de bebidas energéticas. Y donde había un vestíbulo comparable al de San Pedro, ahora hay corredores comerciales sin perspectiva.
III. Arquitectura como síntoma: la ciudad sin pasado
El caso de la Pennsylvania Station no es una mera anécdota urbanística, sino un símbolo de una transformación ontológica de la ciudad moderna: la ciudad que ya no construye para el alma, sino para la transacción. Como advirtió Vincent Scully, el gran historiador de la arquitectura, “antes, uno entraba en la ciudad como un dios. Ahora, entra como una rata”.


La pérdida no es solo visual, sino ética. Lo que se pierde es el principio de que lo público debe ser bello, de que lo funcional no excluye lo sagrado. Mientras en Europa se restauraban las estaciones decimonónicas como templos del viajero —véanse Gare d’Orsay o St. Pancras—, en Nueva York se optó por el olvido, por el pragmatismo voraz disfrazado de modernidad.
IV. Epílogo de hierro y añoranza
Paradójicamente, fue la destrucción de la Pennsylvania Station la que encendió el movimiento de preservación arquitectónica en Estados Unidos. Gracias a su pérdida, se salvó la Grand Central Terminal, cuyo destino parecía correr paralelo. La herida de aquella demolición aún sangra en los que recuerdan la arquitectura como arte civil. Y sin embargo, como ruina invisible, la vieja Penn Station sigue latiendo en el subsuelo de Manhattan, como los fragmentos de una Atlántida cultural que alguna vez creyó que el progreso podía tener forma de templo.

Porque la arquitectura, en su mejor expresión, no es una respuesta a la necesidad, sino una declaración de valores. Y el vacío que dejó la Pennsylvania Station no es solo físico. Es un vacío moral. Un eco de mármol en una ciudad que, por un instante, olvidó que también se puede construir para la eternidad.