De vuelta al polvo: el viaje circular del cowboy, de las marismas al desierto de Almería

De vuelta al polvo: el viaje circular del cowboy, de las marismas al desierto de Almería

Un día, hace cinco siglos, un caballero andaluz, endurecido por el sol de las marismas del Guadalquivir, clavó las espuelas en la cadera del mundo y cabalgó hacia el horizonte desconocido de lo que entonces era solo mito y promesa: el Oeste. Iba armado de lanza, de evangelio y de hambre, y sin saberlo dejó sembradas, en aquellas tierras vírgenes y vastas, las semillas del que sería el héroe más duradero de la cultura americana: el cowboy.

Pero este viaje —como los buenos relatos fronterizos— no fue en línea recta. Fue un lazo. Un círculo perfecto. Y su retorno no se consumó en la historiografía, sino en la imagen. Aquel vaquero nacido entre encinas y olivares, que cruzó océanos sobre un caballo andaluz y forjó su ley en los yermos de Nuevo México o las planicies de Kansas, volvió siglos después disfrazado de mito, envuelto en celuloide y polvo, para rodar sus balas en Tabernas, bajo la luz dura del desierto almeriense.

El western, esa epopeya moderna de frontera y silencio, regresó a casa sin saberlo. Fue en los años 60 cuando la leyenda del cowboy regresó a su solar espiritual. Sergio Leone —visionario con acento italiano— eligió las tierras yermas de Almería para reconstruir el espejismo americano. Pero el suelo, la textura, el viento, ya sabían. El paisaje reconoció al forastero y lo acogió. El eco del galope volvió a resonar entre espartos y ramblas, como si nunca se hubiera ido.

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Y así se cerró el ciclo. Lo que partió como carne se volvió símbolo, y el símbolo —como toda figura mítica— necesitó volver a sus raíces para cobrar plenitud. En Almería, los cowboys encontraron su cuna europea, su reflejo estético, su tierra madre invertida. Aquello no fue una copia, fue un regreso. El oeste americano, antes conquistado por jinetes españoles, ahora era conquistado en sentido inverso, a través de la cámara, la luz y el polvo ibérico.

Los sombreros texanos, los revólveres oxidados, las miradas de Clint Eastwood o Lee Van Cleef se clavaban en horizontes que olían a tomillo y salitre. Y esa alquimia funcionaba porque, en el fondo, no era artificio. Era reconocimiento. España no fingía el Oeste. Lo recordaba.

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Desde las marismas donde nacieron los primeros jinetes vaqueros hasta los áridos parajes de Almería, donde sus herederos cinematográficos encontraron el escenario perfecto para representarse a sí mismos, el viaje del cowboy es una espiral que une el río Guadalquivir con el río Pecos, el Cañón del Colorado con las sierras de los Vélez.

Cinco siglos. Un caballo. Un horizonte. Y la certeza de que las figuras míticas nunca mueren: simplemente dan media vuelta.

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