El fin del asombro: cómo Fortnite, Roblox y Minecraft arrasaron con el alma del videojuego

El fin del asombro: cómo Fortnite, Roblox y Minecraft arrasaron con el alma del videojuego

Hubo un tiempo en que jugar era descubrir. En que cada nuevo título era una ventana abierta a un universo inédito, un lenguaje distinto, una emoción por venir. Las estanterías rebosaban cajas con ilustraciones hipnóticas; los discos y cartuchos eran relicarios de mundos soñados. Jugar no era solo jugar: era buscar, coleccionar, compartir, pertenecer a una cultura. Hoy, sin embargo, algo se ha desvanecido. No por desinterés, sino por colonización. Fortnite, Roblox y Minecraft, los tres gigantes del juego-servicio, han devorado el ecosistema como plantas carnívoras: lo que antes era un jardín lleno de especies singulares, ahora es un monocultivo interminable.

La dictadura del juego eterno

Estos tres colosos no son necesariamente malos juegos. Al contrario: Minecraft es una obra fundacional en creatividad abierta, Fortnite perfeccionó la fiesta visual del battle royale, y Roblox permite construir con una libertad sorprendente. El problema no es su existencia, sino su hegemonía. Las nuevas generaciones, nacidas ya en su reinado, han sido absorbidas por estos universos sin puertas de salida. No hay curiosidad por lo que hay más allá, no hay interés por los títulos de culto, por las joyas ocultas, por el videojuego como arte o como historia.

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Se ha perdido la diversidad, esa palabra clave que fue el oxígeno de la edad dorada del medio. La exploración de géneros, de estudios, de autorías. El jugador adolescente actual puede dedicar cinco, ocho, diez años a Fortnite sin haber tocado jamás un Zelda, un Resident Evil, un Final Fantasy. Lo trágico es que ni siquiera sienten que les falta algo. No es apatía: es aislamiento dentro de una burbuja de recompensas inmediatas y personalización infinita. Un videojuego ya no es una obra, es un vestidor con eventos semanales.

Del cartucho al cosmético

Antaño, comprar un videojuego era un acto ceremonial. El cartucho, el CD, la caja. El manual que olía a imprenta nueva. Era un objeto y una promesa. Hoy, el gasto se ha desplazado: ya no se invierte en experiencias, sino en apariencias. Las skins, los bailes, los accesorios de personajes son los nuevos tótems de estatus. No se juega para descubrir, se juega para decorar. El videojuego, así, ha sido convertido en muñeca Barbie digital: un escaparate de superficialidades donde la estética suplanta a la profundidad.

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Lo peor es que esta lógica ha contaminado toda la industria. Sony, Microsoft, incluso estudios antes conocidos por su maestría narrativa o su arte visual, se rinden ante el canto de sirena del juego-servicio. Las cancelaciones de proyectos lineales, el cierre de estudios creativos, los despidos masivos: todo responde a esa obsesión por replicar el éxito de los tres titanes del modelo perpetuo. Pero lo que no se comprende es que el juego-servicio no construye cultura de videojuego: la disuelve.

El jugador apátrida

La gran ironía de este nuevo paradigma es que ha creado generaciones de jugadores que no son, realmente, jugadores. Son habitantes fijos de un solo mundo, ciudadanos de una sola plataforma. No hay tránsito entre obras, no hay memoria del medio, no hay perspectiva crítica. ¿Cómo hablarles de Shenmue, de ICO, de Chrono Trigger, si su universo es un vestíbulo de partidas infinitas? El jugador clásico —el que exploraba, el que comparaba, el que debatía— ha sido sustituido por el usuario de una sola aplicación mutante, que se actualiza cada martes con nueva ropa.

La educación videolúdica ha desaparecido. No se conoce la historia del medio, ni sus grandes nombres, ni sus hitos. ¿Quién es Miyamoto? ¿Qué fue The Last of Us antes de la serie? ¿Qué significa Elden Ring en el legado de FromSoftware? Silencio. Silencio entre jóvenes que gastan cientos de euros al año en skins que desaparecerán en la próxima iteración del servidor.

Epílogo: cenizas de una era

Fortnite, Roblox y Minecraft no son culpables. Pero sí son el síntoma. El síntoma de una industria que abandonó la creación por la retención. Que cambió la narrativa por la suscripción. Que ya no concibe al videojuego como arte, sino como casino infantil. Mientras los grandes cierran estudios y despiden artistas, siguen obsesionados con encontrar la piedra filosofal del juego eterno. Sin darse cuenta de que en el proceso han aniquilado lo que hacía grande al videojuego: su variedad, su riesgo, su capacidad para emocionar, para contar, para marcar.

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El videojuego no ha muerto, pero su alma está sitiada. Y los templos donde una vez se adoró a lo inédito, a lo bello, a lo inesperado, han sido reemplazados por centros comerciales que solo venden camisetas digitales.

Tal vez, en algún rincón, aún se escuche una melodía de Zelda. Pero cada vez suena más lejana.

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